Que un clásico de los estudios literarios como Recognitions (Terence Cave, 1988) siga sin traducir al español no debería sorprendernos. No deja de ser, en realidad, un minúsculo eslabón en la larga cadena de omisiones y escándalos que conforman la cultura española de hoy. Más importante aún, es un olvido que corresponde con la suerte sufrida por su objeto de estudio, las «escenas de reconocimiento», bautizadas por Aristóteles ya en su tiempo como «anagnórisis».
Si bien han gozado de cierta fama (consciente o no) entre los creadores, que han recurrido a ellas tanto en narrativa como en teatro y cine, las escenas de reconocimiento han sido casi siempre objeto de escarnio por parte de la crítica, que se debate entre reducirlas a mero apéndice de categorías mayores (la mímesis y la catarsis) o convertirlas en una herramienta para desprestigiar una obra y a su creador.
Pero, ¿qué son las escenas de reconocimiento? Según la versión popular, son aquellas escenas que implican el paso de la ignorancia al conocimiento (por ejemplo: se revela la identidad oculta de un personaje, se descubre una intriga hasta entonces invisible) ya sea gracias a un hallazgo o un suceso imprevisible (una carta, una perla, una cicatriz, un empujón) o a la recontextualización de un elemento irrelevante (un lapsus, una gota de sudor, una piscina…) y que aportan un significado que cambia radicalmente el curso de los acontecimientos.
Es posible que lo inesperado (o incluso lo insoportable) del descubrimiento de conexiones obviadas o no percibidas hasta entonces dé a la anagnórisis el aire de ser un recurso torpe y artificial para sortear las dificultades de la trama. Para algunos comentaristas, la escena de reconocimiento es un as que el creador se saca de la manga cuando quiere recuperar el control sobre su obra -el truco vistoso con el que disfrazas tu incapacidad.
Número ocho
Nuestro tiempo
Imágenes: Francisca Pageo
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