Selva negra, de Valérie Mréjen (Editorial periférica). Traducción de Sonia Hernández Ortega | por Óscar Brox
Me cuesta creer que en la escritura de Valérie Mréjen tenga sentido el concepto de capítulo, de episodio, de pausa larga entre pasaje y pasaje. A ratos, me gustaría cambiar la frase anterior y colocar novela ahí donde escribo capítulo. Porque uno piensa en libros como Selva negra convertidos, casi, en artefactos que explotan sobre un escenario teatral; en colecciones de escenas, imágenes fotográficas o vídeos caseros que la voz de su autora contrapuntea sin descanso; o en esa clase de narración que podrías escuchar al otro lado de la almohada, en mitad de una charla entre familiares o en lo más crudo de una tarde de agosto. Y, sin embargo, correría el peligro de obviar esa precisión con la que Mréjen se apodera de lo familiar, penetrando en un territorio íntimo y dejando que sus voces desmenucen en cada página todo aquello que fue y no volverá a ser. Esa elección radical cuando nos arrebatamos la vida o ese instante fatal que, como aquel libro de Jacques Derrida nos sitúa cada vez única, en el fin del mundo.
En Selva negra hay muertes anónimas y muertes conocidas, muertes que abarcan unas hojas y otras que apenas sobrepasan el mensaje telegráfico. Mréjen camina por todas ellas como si profundizase en el bosque de los suicidas de Akigahara, prestando sus palabras a aquellos que ya no tienen voz. A veces, para describir esos últimos momentos; a menudo, para fantasear con el mundo que se han perdido. Siempre, para ratificar la idea de que el día más bonito de sus vidas ha pasado y no volverá. Habla de la muerte materna, prácticamente el leitmotiv del libro, bajo el impacto de ese rayo que nos parte en dos. Bajo su escritura tenaz, en apariencia liviana, casi superficial, Mréjen no duda en descomponer ese rayo. En hablar del llanto, la rabia, el silencio y el lento proceso por el que acabamos olvidando. También fabula, inventa, imagina; le gustaría pensar que los muertos vuelven de la tumba como si nada, para toparse, no sin una cierta estupefacción, con todos esos cambios sociales que han sacudido de abajo arriba la imagen que recordaban.
También inventa otra vida, otro camino repleto de vericuetos, otras palabras para describir a la madre, a un padre que decide cambiar de orientación sexual, a un amigo fugaz que conocerá en Italia, a un amigo menos fugaz que escribirá su autorretrato, a otro hombre que verá en la muerte de un cineasta conocido una inspiración para la suya propia. Y de fondo, siempre presente, una consideración sobre esa facultad tan humana con la que reaccionamos al dolor de los demás, así como al nuestro. Cada vez que algo se rompe, se quiebra o se fractura sin que las dos o cuantas piezas sean se puedan unir de la misma forma original. Con la sensación de que no dejamos de convivir con la herida, con la muesca, con ese fragmento roto, para el cual solo disponemos del bálsamo de la ficción. O de la repetición de unas mismas palabras, la visita a unos mismos lugares, la enumeración de unos mismos atributos, que siempre queremos que suenen diferentes. Actuales. Como si, en el fondo, nada hubiese cambiado.
Resulta fascinante la habilidad de Mréjen para adaptar sus palabras a cada entorno. Para evocar a la hija, a la hermana y a la madre, al padre y al amante, al amigo, al conocido, al vecino o al extraño, al testigo, accidental o no, y al cronista, a la escritora, la amiga o la confesora, a la cineasta o a la intelectual. No en vano, Selva negra se lee como si abarcase la duración de un rayo, bajo ese mismo efecto mediante el cual las hojas pasan y la desazón por esas vidas que se escurren entre nuestros dedos se hace cada vez más patente. Ostensible. Elocuente. Tan difícil de borrar como la impresión de vacío que aquellos que ya no están nos invitan a rellenar de la manera que sea. Inventando, evocando, rastreando por si acaso encontramos otro ángulo que les proporcione una nueva vida. Algo diferente. Lo que sea que los mantenga con vida, otro poco más. Pese a que, al final, la mirada de su autora sea la misma que cuando nos contemplamos frente a un espejo: la tarea ardua del autoanálisis o el inventario paciente de las deudas y dolores que, algo caprichosamente, convertimos en fantasmas sin sábana ni cadenas.
En Selva negra concurren muchas historias, numerosísimas situaciones, en apenas espacio. Eso, creo, dice mucho de la virtud de Valérie Mréjen como escritora. De su habilidad para desmenuzar una sensación, ya sea lo extraño o lo difícil de entender, para observar sus ramificaciones sobre la vida. Uno puede sentir ese rayo que no cesa, que nunca deja de caer en el mismo lugar, pero la autora es lo suficientemente sabia, lo suficientemente audaz, para conducirnos hacia todo lo que queda. Lo que nunca deja de permanecer. Hacia nosotros y nuestros sentimientos, y las relaciones que tratamos de establecer, mejor o peor, con ese entorno dañado. Cuando nos toca escribir, reflexionar o pensar después de ese día que no volverá a suceder.