El par de senos más bello del mundo, de Roland Topor (Pepitas) Traducción de Diego Luis Sanromán | por Juan Jiménez García
Pienso en un vídeo sobre Roland Topor en el trabajo (al que llegué a través de Diego Luis Sanromán, autor de la traducción de este libro). En él, Topor está en su casa. Va hasta una habitación. Se tumba en el suelo mientras fuma un enorme puro. Junto a él, una botella de vino. En el suelo, un enorme lienzo. Se tira por el suelo como un niño cualquiera. Dibuja. La pluma rasga el papel. Es el único sonido. Dibuja a un hombre, como él, tumbado en el suelo, a cuatro patas. Poco importa que caigan unas gotas de tinta. El mundo, la vida, el ruído de la calle, los coches que pasan, ha quedado en el otro cuarto. Aquí, en su rincón de juegos, nada importa. Como un alumno aplicado en una guardería cualquiera, continua su trabajo. Entonces, lo extraño aparece. Lo inquietante. A ese hombre a cuatro patas se le están saliendo las tripas. Sus intestinos cuelgan, se desparraman. Ahí aparece el otro Topor. Cuando esa inocencia infantil deja lugar al niño perverso, al gamberro (vuelvo a citar a Diego): Nada es lo que parece. O sí. Lo es. Hasta que deja de serlo. Y ese Topor ilustrador es también el Topor escritor. Esta escena de intimidad creadora, su programa creativo. Sin palabras, ahí está todo. Incluido El par de senos más bello del mundo, libro de relatos con el que Pepitas inicia su biblioteca y abre una puerta a nuestras esperanzas y goces toporianos. Porque, hay que decirlo ya, desde el primer instante: Roland Topor forma parte de esos escritores que son en su mismos una sociedad secreta para nuestro hedonismo lector. Pienso en Georges Perec, pienso en Raymond Queneau. La lectura como una aproximación a eso que debe ser la felicidad. La alegría de escribir. La alegría de leer. La alegría de compartir un universo imposible, pero real. Ay, dónde se fueron todos.
En El par de senos más bello del mundo encontramos a Topor in extenso. Menos perverso que en Acostarse con la reina y otros relatos, tremendamente sarcástico, irresistible destructor de lugares comunes, rebosante de mala leche. En sus relatos está la vida de todos los días, llena de lugares comunes, hasta que sus protagonistas cruzan algún espejo sin ser conscientes de ello y entonces, entonces el mundo se gira, se pone patas arriba, se desliza hacia el absurdo. Para entender a Topor no es necesario ningún sesudo estudio ni ningún ejercicio disparatado de crítica literaria. Solo hay que oírle reír. O, en su defecto, ver su propia labor como ilustrador. Cada relato contiene en sí mismo una ilustración y solo una. Y cada ilustración contiene un relato y solo uno. Porque la literatura de Topor es la literatura del instante. El instante en el que todo se va a tomar por saco. El instante en que a sus protagonistas se les atraganta la vida y no hay toses ni golpes en la espalda que los salven. La vida contiene en sí misma la posibilidad de la muerte. La realidad, la posibilidad de la irrealidad.
Atravesar el espejo es muy sencillo. Para llegar a la disparatada mesa del té no hay que seguir a ninguna liebre ni conejo. Simplemente hay que dejar que todo discurra por los cauces normales. Pienso en dos deliciosos relatos. En En los campos de batalla, una aburrida pareja parisina discute sobre cobardías y acaba en Beirut entre grupos enfrentados y listos para irse a alguna guerra aún más peligrosa. Afganistán mismo. No hay nada excepcional. Lo excepcional es que son consecuentes con sus palabras. Hablar está muy bien, pero hacer cosas… En Dr. Jekyll y Mrs. Hyde la crítica cinematográfica finalmente alcanza su sentido precisamente porque carece de él. Entre estos dos relatos está todo. Senos que se trasladan de cuerpo o misteriosos asesinos, pero también todo un ejercicio de deconstrucción (desmontaje) de, por ejemplo, los asuntos de la escritura. La escritura de un best seller, un guión, escribir con una estricta consejera literaria, con una musa negativa,… Con Topor nos pasa como al pobre Gaston de otro de sus relatos: si de repente a él le acompaña a todos lados una banda de jazz empeñada en ponerle música a su vida, él nos acompaña a nosotros como un divertido rompepelotas, empeñado en aguarnos esa tan amada normalidad. Nosotros: personas instaladas en esa penosa normalidad.
Vuelvo al principio. A ese Roland Topor niño, tirado por el suelo mientras dibuja. La felicidad (sí, repito mucho esa palabra… y lo triste es que nos pueda parecer extraño usar ese término en repetidas ocasiones para referirnos a un autor o a un libro… nos hemos vuelto tan serios…). Vuelvo a esa plumilla rasgando la hoja y me imagino que no es una plumilla, sino un bisturí. Y no es una hoja, sino piel. Piel humana. Porque no está dibujando a un hombre, está destripándolo, sacándole su interior al aire libre. No el alma (nada más lejos de Topor la intención de ser uno de esos escritores rusos), sino las tripas. Topor es Atila. No el que no dejaba crecer la hierba a su paso, sino el jodido crío de La belle époque (cómo le gustaban los relatos navideños). Un verdadero peligro público. Ese peligro que echamos tanto de menos. Porque sí, echamos de menos a Topor y el peligro. Tanto.
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