Maria Zef, de Paola Drigo (Periférica) Traducción de Paula Caballero y Carmen Torres | por Dara Scully
Una muchacha canta. Una muchacha de cabello dorado, de trenzas juveniles, riente. Venida de la montaña –esa grandeza de las manos, del cuerpo-caballito que tira del carro y de la vida–, lleva sobre la frente la huella de la ternura. La plenitud de quien conoce la crudeza y aun así respira y habla con su voz de pájaro pequeño. Una muchacha, digo, que cada verano recorre con la madre y con la hermana las llanuras al grito de càndole, candolini, –cazos, cazuelas- que comprarán las matronas de las granjas. Es ese el sustento de las mujeres. De la madre y de las hijas, tan distintas. La madre, un amasijo de miseria, un dolor constante. Mira a Mariutine con dureza cuando canta. Hija mía, parece decirle, cómo te queda voz para elevarla sobre la tierra. Cómo, si la pobreza nos oprime con su lazo. Y Mariutine la observa y calla, y callará también cuando el desastre sobrevenga. Cuando la pérdida, marcada en cada guijarro del camino, sacuda el carro y las cazuelas.
Rosùte y Mariutine. Las dos hermanas, vestidas de negro riguroso. Aún en las llanuras, esperan la llegada del hombre, aquel que aguarda en las montañas. Un hilo suave las mantiene unidas. Un hilo sedoso, dulce, inquebrantable. La pequeña Rosùte sufre; Mariutine, paciente, toma su piececito herido, besa la humedad de las mejillas. Las hermanas padecen la distancia, la mirada inquisitiva de los otros, su rígida bondad, artificiosa. Desean a Barbe Zef, el hombre, el hermano del padre; desean ante todo regresar a la casucha en la montaña. Que allí la herida sane y haga costra.
Pero la vida escuece sin su mâri. Y la crudeza de las cumbres las golpea ahora con doble fuerza. La muchacha dobla el espinazo, y, de nuevo muchacha-caballo, tira de las vidas de la casa. De Rosùte, que arrastra su piernecita por los prados y come lo mejor que su hermana puede darle. De Barbe Zef, sombra silenciosa en el altillo, apenas visible cuando el alcohol no está presente. Del perro Petòtì y del ganado, escaso y necesario, que pasta con la vista puesta más allá de las montañas, de donde parece venir, a veces, un susurro esperanzado.
María Zef es una novela dolorosa. Es un golpe en el estómago, un aullido. La miseria nos devora a través de sus páginas, nos aísla como la nieve que cae en copos pequeños, apretados, sobre las laderas afiladas de la montaña. Seguimos a Mariutine por la espesura. Palpamos su dolor abierto; una herida que, como la de la pequeña Rosùte, enferma y sola en un hospital, no termina de curarse. A pesar del cielo clareado del invierno, o de la promesa del muchacho que tuvo que partir, o del querido perro Petòtì, Mariutine siente el peso cruel de esa montaña solitaria, su aislamiento brutal del mundo. Y su bondad inmaculada, su pureza de niña, se debilita. Como un sudario, la nieve envuelve el cuerpo joven, el cuerpo bien formado que pronto será objeto de deseo. Carne para el hombre taciturno, ese Barbe Zef, hermano del padre, presente en la casa desde que tienen memoria. El único pariente vivo, un perro echado en su jergón que ahora despierta, alerta, atento a la muchacha florecida.
¿Puede oírnos, Mariutine, allá arriba en la montaña? ¿Nos escucha cuando gritamos su nombre? También nosotros estamos encerrados. Como ella, sentimos el agravio del hombre y la montaña. Su dureza hostil, un golpe afilado que nos corta la mejilla. Transitamos por las páginas con el aliento helado del que teme. Deseamos poner la mano sobre su frente pálida. Lavarle el cuerpo dolorido. Traer a la pequeña Rosùte de vuelta y que el hilo que las ata se restablezca, alimentado por los primeros brotes. Deseamos, digo, que vuelva la bondad de los primeros días, el canto alegre –càndole, candolini– de aquellos veranos con su madre querida por las llanuras. Pero la fiebre tiene las raíces profundas. La enfermedad del cuerpo se revela, se muestra sin pudor ante los ojos de la muchacha. Y sólo de un hachazo podrá arrancarla de su espíritu.
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