Corazón de perro, de Mijáil Bulgákov (Mármara) Traducción de Marta Sánchez-Nieves | por Juan Jiménez García

Mijáil Bulgákov | Corazón de perro

Para un escritor con una cierta tendencia al humor como Mijaíl Bulgákov, los rigores del estalinismo fueron una tragedia mayúscula. Para un escritor que tenía la escritura como necesidad básica (y esto no siempre es así), no poder hacerlo es dejar de vivir. Solo hay que leer sus cartas a Stalin para calibrar su tragedia personal. Como Chéjov, fue médico, y como él, un fino estilete para recorrer el cuerpo ruso-soviético de su tiempo. Cómo a él, le atrajo la literatura y el teatro, y ambos murieron a edades parecidas, demasiado pronto. Y lo cierto es que, pese a llevar muchos años con Bulgákov, nunca pensé en estas vidas paralelas que ahora, escribiendo estas líneas, me parecen evidentes e inevitables, aunque tal vez no compartidas. El caso es que la aparición de Corazón de perro en Mármara y de una nueva traducción de El maestro y Margarita en Navona, nos devuelven a un escritor que siempre estuvo ahí, incluso en nuestro extraño panorama editorial. Visiones despiadadas de los primeros tiempos del comunismo, que no podían acabar bien. Y no lo hicieron. Rechazada su publicación en 1925 (aunque circuló clandestinamente), Corazón de perro no aparecería publicada hasta 1987. De nada le valieron hielos y deshielos.

Estamos en 1924. Por las calles de Moscú vaga un perro callejero, un vulgar chucho producto de los más diversos cruces del azar, hambriento y pensativo. También dolorido, porque un cocinero le ha lanzado agua hirviendo. Una vida difícil. Pero un encuentro fortuito cambiará su suerte, yendo a parar a casa del doctor Preobrazhenski, donde será curado de sus heridas, se le dará un nombre (Shárik) y llevará una existencia de animal bien alimentado. Pero este aparente altruismo y toda esa fortuna, tienen su lado oculto, y es que el doctor tiene otras ideas para con él en la cabeza: quiere trasplantarle una glándula pituitaria de humano. Hay que decir que el doctor Preobrazhenski es una eminencia, pero también un anticomunista persistente. Sus servicios a la comunidad (a la comunidad de mandamases del momento) le libra de los problemas para la salud que esto conlleva, para desesperación del comité del edificio, bajo la dirección del implacable Schwonder, al que guarda su más profundo desprecio. Pero volvamos a la mesa de operaciones, en la que hemos dejado a Shárik. Sobrevive de puro milagro, aunque la cosa no queda ahí. Poco a poco, nuestro perro se va convirtiendo en nuestro hombre. Y ese nuevo hombre soviético es todo un personaje, un Boudu no ya salvado de las aguas, sino de las callejuelas, pero tan lenguaraz y molesto, o aún más, que aquel vagabundo parisino.

Si su Shárik es un impertinente aspirante a bolchevique, Mijaíl Bulgákov no se queda atrás en su descripción y nada sutil análisis de los años veinte soviéticos (y eso que aún no había visto nada). Es fácil imaginar el desconcierto de aquellos funcionarios que leyeron la novela y su escándalo. Solo el encuentro del doctor con el comité del edificio ya podría ser catalogado dentro de una antología del humor y del análisis crudo de una realidad demasiado palpable. Para Bulgákov el nuevo hombre soviético es una delirante porquería, y en ello no entra a valorar lo anterior, más que a partir de los principios de Preobrazhenski, ese mundo antiguo condenado a desaparecer, aunque sea a balazos o campos de exterminio. El hombre que surge del perro no es mejor que el perro. Y el nuevo mundo que surge de aquel anterior, tampoco parece que vaya a serlo. Por aquel entonces, el escritor ruso aún podía conservar su sentido del humor. No tardaría mucho en no poder conservar ni su propia persona. Demasiadas profecías cumplidas, demasiado futuro alcanzado.


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