Escenas de medicina imaginaria, de Emmanuel Venet (Pasos perdidos) Traducción de Fernando Sánchez Pintado | por Óscar Brox

Emmanuel Venet | Escenas de medicina imaginaria

He aquí un curioso acercamiento a la memoria del pasado, a los años de formación y de aprendizaje sentimental. La reconstrucción de una época a través de la historia de las pequeñas y las grandes dolencias. De aquellas enfermedades con nombre y aquellas otras envueltas en el misterio infantil, entre el asombro y el terror. Males, afecciones, trastornos y dolores que componen las viñetas de este relato familiar escrito por Emmanuel Venet. Retrato irónico y negro, en el que su autor describe ese tiempo infantil de continua exploración a través de la mirada fascinada que despierta la enfermedad. La alteración de una existencia cotidiana a menudo soporífera. El conocimiento de esas vidas ajenas, desgastadas, que se mueven por el rellano de la finca o al otro lado de la esquina; que son pasto de las murmuraciones y de las crónicas negras. Nombres que saltan de un oído a otro, rostros que de pronto se difuminan en la memoria, enfermedades que devoran la aparente placidez del nido familiar.

Asentado en la madurez, Venet abre la llave de sus recuerdos para recuperar aquellas figuras de un pasado cada vez más remoto. Para explicarnos su vida, sus decisiones, sus relaciones personales y el íntimo nexo de unión que cada uno de esos elementos ha mantenido con la enfermedad. Todo comienza con la neurosis pianística de la madre, con ese piano de cola mastodóntico que los dedos infantiles de Venet no consiguen domar en sus primeros contactos. Cualquiera diría que es desde la banqueta, mientras practica sus ejercicios de digitación, desde donde el joven Emmanuel toma contacto con el mundo de las enfermedades. O, dicho de otra manera, con la edad adulta. Con los achaques, las tensiones, las fricciones y ese ejército de palabras que se apelotonan en nuestras cabezas hasta forzar la jaqueca. Allí, en virtud de esa mirada curiosa, se fraguan las palabras que su posterior educación médica convertirá en posología, diagnóstico y análisis.

La escritura de Venet se mueve entre lo sensible y lo grotesco sin advertir una transición clara entre ambos extremos, dejando que convivan en armonía en los retratos personales que recupera de su memoria. Así, escribe sobre su amigo Bernard Simeone, enfermo de hipocondría, que redactaba su testamento al poco de cumplir los veinte e invertía buena parte de su jornada en palpar los ganglios y autodiagnosticarse una leucemia severa. Con esa suerte de tristeza romántica que le emparentaba con el desdichado Rilke, muerto tras pincharse con un rosal. Con Venet, uno nunca sabe cuándo es tiempo para la sonrisa y cuándo para la conmiseración, pues la más bella descripción deviene, de golpe, caricatura mordaz de nuestros infinitos complejos humanos. De manera que aquel amigo víctima del mal de Rilke, afectado por la enfermitis aguda, se cura de su hipocondría muriendo de un rarísimo cáncer de duodeno.

Venet relata unos años salpicados de costumbrismo, en aquella época en la que la modernidad todavía no había barrido del mapa a determinadas figuras. Cuando todo resultaba más cercano, próximo, y la vida necesitaba pocas instrucciones de uso. De hecho, lo bonito de esos recuerdos es que ponen de manifiesto ese candor grosero de la mirada infantil; el trazo grueso con el que componemos a los demás a partir de unos pocos detalles. Ahí queda esa vecina perdida en su alcoholismo, Popette, que su autor dibuja a partir de sus andares titubeantes, sus carrillos enrojecidos y el olor denso, a perfume y bebida, que dejaba a su paso. La estampa rezuma crueldad, pues Popette ilustra la entrada que Venet dedica a la cirrosis, pero a la vez una extraña dignidad hacia una figura vejada por las habladurías y por esa otra clase de enfermedad, de índole social, que orillaba los problemas hasta convertirlos en monstruos con un rostro reconocible. Perdidos, viciosos y gastados, cuya existencia apenas había dado para ahogarse entre frustraciones mundanas y botellas vacías. Otro tanto sucede con la Fifine, la segunda bruja del rellano, mujer pestilente destruida por la polio. Venet vuelve a sacar punta a su mirada infantil para describir a esa criatura devastada por la inmovilidad, capaz de desnudarse en plena calle en busca de esa pizca de humanidad que tanto tiempo le había rechazado. Así hasta acabar tirándose por el balcón, víctima de esa otra enfermedad que, como con la Popette, solo se descubre al alcanzar la madurez. Cuando las palabras para contarnos, para explicar nuestras preocupaciones, son tantas que corremos peligro de sufrir de asfixia mental.

Por las páginas de Escenas de medicina imaginaria desfilan un rosario de enfermedades y un retrato materno que compite con la mayoría de ellas. Una relación marcada por esa pueril neurosis pianística que marca el desarrollo sentimental de su autor. Años de torear a un Steinway, de aceptar a regañadientes la tutela musical de una institutriz, de buscar el alma en las teclas del piano y, tal vez el pasaje más bello de todo el libro, de asistir al momento mágico en el que el coloso enano Michel Petrucciani tocó un boogie-woogie endiablado en un club de jazz. Años de aprendizaje nada magistrales con los que Venet capea el temporal de la madurez y ese instante en el que las enfermedades imaginarias que ha retratado con sorna se vuelven trágicamente reales. Cuando ese animal fantástico que es la vida adulta, de pronto, nos alcanza con la fuerza de un rayo y nos enseña a pronunciar la tristeza, la vejez y las preocupaciones. Cuando la muerte cercana trae a la mente el recuerdo de aquellos personajes de fondo, todos ellos singulares, cuyos rostros devoró el tiempo y la vida misma. Por eso, decíamos, hay muchas formas de contarse, de ejercer la autoficción, y Emmanuel Venet escoge de entre todas la de un psiquiatra que reflexiona, con humor y una pizca de amargura, sobre todas esas cosas inexplicables que encierra la vida. Esas que encuentran su sentido ante el dolor de los demás.


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