9, de Perros daneses (Sala OFF, Valencia. Del 1 al 12 de octubre de 2020)  | por Óscar Brox

Cultivar la verdad. La expresión es del novelista siciliano Leonardo Sciascia, cuya obra giró obsesivamente alrededor de esa idea. De una verdad que, corrompida e instrumentalizada, es desvirtuada repetidamente por los poderes fácticos que la administran. Cultivarla, pero también defenderla, porque de lo contrario queda inerme ante la lógica de la sinrazón; ante esa falacia que permite a cualquiera salirse con la suya, justificar la impunidad de una acción o perpetuar las irregularidades del poder, ya sea judicial o político. Antes de Sciascia, Reginald Rose intuyó algunas de estas preocupaciones en la escritura de 12 angry men y su posterior traslación en escena. En ella, la fuerza de la justicia, el peso de la prueba y la obligación de probar la verdad recaían sobre los hombros de un puñado de ciudadanos; de personajes anónimos que, en su mezcla de caracteres, configuraban la problemática social de Estados Unidos. El racismo, las estructuras sociales privilegiadas, la confianza en la economía como el engranaje que permite mover a la sociedad, etc. Sin embargo, la habilidad de Rose consistía en construir a sus personajes a través del diálogo, del argumento y el contraargumento, evidenciando en ese continuo toma y daca las flaquezas de un sistema, a secas, enfrentado a lo más esencial: la verdad, la moral y la naturaleza humana.

En este sentido, 12 hombres sin piedad es la clase de texto que nunca pierde su vigencia, capaz de amoldarse a cualquier circunstancia porque, en el fondo, nunca deja de interrogarnos a propósito de nuestra tan cacareada evolución social. En 9, Javier Sahuquillo reduce el número de jurados y reparte el protagonismo entre cinco mujeres y cuatro hombres, concentrando la acción en la sala de deliberaciones y consumiendo los diálogos sin, casi, descanso. Tanto Miguel Ángel Romo, director, como él proponen algo que me gusta mucho: prácticamente no hay transiciones o cambios de luz, todo es acción, diálogo, confrontación y gesto, de modo que cada espectador se acostumbra a ser parte de la escena, con su butaca a pocos metros de ese grupo de jurados que discuten si está probado o no el crimen que puede acabar en prisión permanente revisable para un chico de origen magrebí. Parte de la escena y, asimismo, del cruce de posiciones que no solo toman la palabra, sino también los cuerpos de los actores. En el poco espacio que deja el escenario, los juegos de sillas, gestos y movimientos permiten dibujar apartes, facciones o incluso trincheras que trasladan a un plano, digamos, físico esa tensión por probar la verdad que separa a los jurados.

Vuelvo, por un momento, a la adaptación que hizo Sidney Lumet. Al Jurado nº8 interpretado por Henry Fonda. En 9 lo interpreta Inma Sancho (aquí, por cierto, es el nº7) y me deja con una duda que le trasladaría a Sahuquillo: ¿es posible creer todavía en un jurado así? No lo digo tanto por Fonda, que ha quedado en la memoria como uno de los rostros beatíficos de la Historia del cine, sino por esa inquebrantable confianza del personaje por sembrar la duda, cultivar la verdad, probar o no probar las evidencias recogidas durante el juicio. El nº7, interpretado estupendamente por Sancho, es la palanca de cambio, el detector y el mecanismo que mueve al resto a pensar en el objetivo de esa reunión. Y, sin embargo, cuesta pensar si eso todavía es posible; si no hay un algo de otro tiempo que ya no encaja en el nuestro. Esa tenacidad, o esa forma de ser, me hace pensar en el nº7 como el personaje más difícil, casi metafísico, porque actúa más como catalizador de las conciencias del resto que como exponente de todos esos rasgos humanos, debilidades y actitudes que decantan la balanza de cada jurado a un lado u otro.

Las cuestiones de fondo de la obra permanecen vigentes. La lectura a propósito de la argumentación penal continúa siendo ácida y tanto dramaturgo como director y reparto actualizan lo justo y necesario para que al espectador no le cueste ubicarse en el momento. Me gusta ese Presidente del Jurado que parece preocuparse más por las garantías del proceso que por los argumentos que se esgrimen durante el debate (y qué buenas elecciones de reparto las de Jorge Picó y Arturo Sebastià, que trasladan desde sus cuerpos muchas de las dudas y temores que atenazan a sus personajes); o ese jurado nº3, interpretado por Toni Misó, que sabe inspirar patetismo sin caer en el histrión, con un personaje que no acepta la verdad porque, de alguna manera, significa revelar su derrota como padre. Es en esos pequeños apuntes, cada vez que aflora el factor humano, donde 9 gana más peso, merced a su ajustada dirección y a un elenco actoral en el que nada desentona. Cuando señala directamente a los engranajes, cuando enseña nuestra forma de pensar, individual o colectiva, y cuestiona aquellos lugares comunes en los que asentamos nuestros fundamentos morales.

El 11-M, entre otras desgracias, dio impulso a esa frase horrible con la que cierto sector de la sociedad hizo bandera (a falta de aguilucho, sin duda): queremos saber la verdad. Por supuesto, lo único que produjo fue una intoxicación tan grande que, desde entonces, la verdad no ha conseguido salir de la UCI; tal y como está el percal, probablemente no quede otra que administrarle cuidados paliativos. Traigo a colación todo esto porque creo que el empeño de 9 está, precisamente, en cultivar esa verdad, su necesidad, a través del enfrentamiento de unos rostros que componen una imagen global de nuestra sociedad. Efectivamente, hoy cualquiera puede salirse con la suya y una falacia sigue siendo la figura retórica preferida del político profesional o del todólogo televisivo. Sin embargo, hay algo hermoso en la figura de un jurado como el nº7. Una creencia, o una convicción, en unas palabras, más que en unos argumentos, que nos recuerdan que todo esto no va de probar la inocencia, sino de encontrar la culpabilidad. De esa verdad que nunca deja de manifestarse a través de diferentes formas.


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