Principios del siglo XX, los años posteriores a la II Guerra Mundial, principios de la década de los 70. Esa es la ubicación temporal, ascendente, de las tres últimas películas de Paul Thomas Anderson, Pozos de ambición (There Will Be Blood, 2007), The Master (2012) y, por último, Puro vicio (2014), basada en la novela homónima de Thomas Pynchon. ¿Un tríptico de los EE.UU. durante el siglo XX? Sin duda, esa es la lectura más evidente. Pues lo cierto es que, después de ofrecer uno de los retratos más complejos de los EE.UU. de nuestro tiempo, con películas como Sydney (1996), Embriagado de amor (Punch-Drunk Love, 2002) y, sobre todo, Magnolia (1999), película cuyo anhelo de completitud y enormes ambiciones parecen resultado de este deseo de ofrecer una mirada totalizadora acerca de su tiempo, en el mismo ocaso del siglo XX -dando como resultado el que probablemente es el gran fresco del cine americano contemporáneo-, el cine de Anderson echa la vista atrás, recorre ya en el siglo XXI la historia reciente de su país durante el siglo recién concluido, formalizando un retrato extremadamente amargo de los tenebrosos fundamentos del sueño americano, sin dejar por ello, naturalmente, de hablar también -sobre todo- de nuestro tiempo.
Esta ambientación en el pasado de sus tres últimos largometrajes -una pseudo trilogía paralela a aquella que formaron sus tres primeros filmes alrededor de preocupaciones como la búsqueda de redención, el anhelo de pertenencia y un imperioso deseo de armonía- coincide con otras contribuciones más importantes de estas tres películas a la carrera de Anderson, aportaciones inscritas en términos formales, narrativos y, en definitiva, en relación a las implicaciones más profundas de su obra. No obstante, antes de abordarlas, conviene aclarar cuanto antes que la demarcación de la obra de Anderson que acabamos de delinear -y a la que han recurrido la mayoría de las críticas de Puro vicio-, con una segunda época a partir de la cual, si quizás no podemos hablar de fisura, sí de un viraje de implicaciones trascendentales, y que se iniciaría con Pozos de ambición -sirviendo Embriagado de amor de puente entre ambas “etapas”, pero acaso más cercana a nuestro entender de esta pseudo trilogía histórica, a pesar de su ambientación contemporánea, que de sus tres primeras películas-, no debe tomarse ni mucho menos -como casi nada- de una forma estricta. Como ya hemos apuntado, los tres primeros largometrajes de Anderson también eran, entre otras muchas cosas, una radiografía de los EEUU, en este caso del final del siglo XX. Y más concretamente,Boogie Nights (1997), su segundo largo, que en primera instancia es la película de Anderson que más afinidades guarda con la última, ya era un obvio retrato en negro de “el sueño americano” echando la vista atrás -y que además tiene su primer germen nada menos que en el primer cortometraje de su director, The Dirk Diggler Story (1988), realizado a los 17 años-, y narrado también, como Puro vicio, con subterráneo sentido del humor. Por otro lado, y muy significativamente, si Puro vicio y la primera mitad de Boogie Nights se desarrollan durante los años 70, en esta última la “fiesta” acababa al final de esa década, en la Nochevieja de 1979, mientras en Puro vicio el principio del final del hippismocoincide con el nacimiento de la década: al fin y al cabo, la mirada sobre el porno ofrecida en Boogie Nights identifica a este mundo como el último residuo de un espíritu que nace en los años 60, y que encontrará su definitivo ocaso en los 80 de Ronald Reagan… quien precisamente era el gobernador de California en la época en que se desarrolla Puro vicio. En cualquier caso, la ubicación de Boogie Nightsen los inicios de la carrera del director, insertada entre una serie de películas contemporáneas, refuta esa simplista delimitación de que hablábamos, estableciendo una casi perfecta línea de continuidad en cuanto a ambientación temporal con sus tres últimas películas.
Número seis
Nuestro tiempo
Ilustraciones: Juan Jiménez García