Susaki Paradise, de Yoshiko Shibaki (Gallo Nero) Traducción de Yoko Ogihara y Fernando Cordobés | por Juan Jiménez García
Los burdeles es todo un género en la literatura o el cine japonés. Pero a su manera. Quiero decir, lo que aquí en occidente podría ser un género de explotación, allí, sin renunciar a esto, ha dado verdaderas obras maestras, empezando por Kenji Mizoguchi, pero no solo. Las razones podemos encontrarlas, sin duda, en Susaki Paradise, que, por otra parte, es la base alguna de esas películas. Susaki, barrio del deseo, está junto a la periferia, en los terrenos en estado de abandono (las borgate pasolinianas, los arrabales), habitados por personajes al límite, comidos por la miseria, verdadera antesala para esas mujeres a las que no les queda otra. Después, el final de la segunda guerra mundial. La derrota y algo entre la desesperación y la resignación, una necesidad de salir a flote en un estado permanente de ahogo que invita a la melancolía por un tiempo que ya no volverá y un futuro que cuesta imaginar, porque rara vez se puede pensar más allá desde el hambre o el vacío. También la prostitución, cada vez a edades más tempranas, tiene su fecha de caducidad. Esas viejas prostitutas que ni tan siquiera tienen treinta años. Allí, entre todo eso, está la taberna Chigusa, que es como la puerta del infierno o el último lugar en la tierra. Alrededor de Tokuko, su propietaria, se mueven una serie de personajes cuyo destino es un ser o no ser, seguir o no seguir, allí en la frontera.
En el relato que da nombre al libro, Tsutae abandona la casa de té en la que trabajaba (es un decir lo del té…), y se marcha con Yoshiji, un contable al que han pillado robando dinero. La primera idea es un doble suicidio. La segunda los lleva hasta allá. Él es un inútil, pero ella le quiere. Sabe que nunca será nada, un mantenido en el mejor de los casos, pero están destinados a entenderse. Tsutae vuelve a coquetear con aquello que había abandonado y, en realidad, no caben muchas dudas de que volverá, aunque de momento trabaje en la taberna. Volverá y a aquella taberna llegará otra muchacha, tras ella otra más y otra y otra, como aquella película de Zatoichi en la que, después de limpiar el pueblo de yakuzas, mientras sale por un lado del pueblo, otros llegan por el otro). Es el destino, lo inevitable, como en Llama negra, en el que Hisako sale de prisión, condenada por pirómana, y marcha a visitar a su hermana en Tokio. Su propósito es desconocido. No tiene intención de trabajar y se dedica a vagar por ahí, con un dinero que tiene ahorrado. Simplemente, está continuando aquello que se interrumpió, poniéndole un final a su vida en el que las cosas deben cuadrar: todo el mal que le han hecho debe ser devuelto. La venganza, ese tema tan asiático, tan japonés.
Siempre se puede intentar romper ese círculo del destino. Kikoyo ha trabajado en una casa de té durante cinco años (insisto: té igual a prostitución). Ahora tiene veinticinco y es ambiciosa. Un objetivo: tener su propia casa, algo no muy habitual. Está casada, pero eso no lo quita de otras aventuras y de estar abierta a la posibilidad de separarse. Solo tiene un pensamiento: el dinero. Es decir, ser libre. Un personaje que, de algún modo, aparece en La calle de la vergüenza (no será el único). En El barrio del placer, Koiko es amiga de la dueña de la taberna. Su matrimonio no es nada feliz. Ella es su segunda esposa y le gusta el juego. Estar allí, en el límite, con la tentación a unos pasos le hace pensar, hasta que allá llegará el marido de una de esas mujeres que abandonaron esa periferia adentrándose en Susaki… Incluso allí, parece decirnos Yoshiko Shibaki, hay un lugar para la esperanza, para creer. A la taberna llega Suzuko, poco más de una niña. Una hija más en una larga familia (los pobres tienen muchos hijos, dice). No tiene ni idea de la vida ni, mucho menos, de aquel barrio y de lo que allí se desarrolla. En su ingenuidad resiste, mientras llegan personajes de ese mundo destruido por la guerra, al igual que ellos, como ese hombre que vive sobre las ruinas, los restos de un incendio. La escritora tiene la habilidad del trazo corto, fino, que, por acumulación, va construyendo esos paisajes y esas almas. La minúscula taberna, perdida en la inmensidad de esa miseria, con aquel paisaje de perdición al fondo, es un lugar de encuentro de una época. Podríamos pensar en el neorrealismo, pero es algo más. La misma distancia que separa el cine de Kenji Mizoguchi del cine de Roberto Rossellini. Pienso que los japoneses tenían una relación más larga con la miseria, pero también una especie de apego a la belleza, incluso en esas cosas tristes, en ese abandono. Pensemos en el último relato, La mujer de Susaki. Una vieja prostituta de treinta y tantos años, solo aspira a los últimos clientes de la noche. Imposible conseguir un poco de dinero o un kimono propio. Tiene un hijo, que vive con la familia de un marido que se quedó, por su parte, en Manchuria. El hijo ha encontrado trabajo en una fábrica y no quiere saber nada por ella, que se sacrificó por darle, precisamente, esa vida. Un día, asiste a una escena en la que un niño se ahoga en el río. El final recuerda a aquel de Casa sin desván, de Chéjov, uno de los más sobrecogedores de la larga historia de la literatura.