Dibujos, de Sylvia Plath (Nórdica) Ilustraciones de Sylvia Plath. Traducción de Guillermo López Gallego | por Juan Jiménez García

Sylvia Plath | Dibujos

Tal vez sería un poco atrevido afirmar que los días felices de Sylvia Plath coincidieron casi exactamente con su relación con el poeta Ted Hughes. Lo conoció no mucho tiempo después de su primer intento de suicidio, se separaron unos meses antes de su suicidio, esta vez sí, conseguido. Si hemos de hacer caso a las páginas de este Dibujos, maravillosamente editado por Nórdica, algo de eso pudo haber. Esas sensaciones que saltan de línea en línea, esa necesidad de estar junto a él (se acababan de casar, pero por cuestiones prácticas, evitaban vivir juntos), ese relamer sus palabras, atesorar su voz, pensar sus gestos.

Hay en esa relación algo de primitivo. Quizás tanto cómo para que Plath pueda remontarse hasta Adán y Eva, escribiendo como entiende ese ser creada a partir de la costilla del otro. Y eso inocencia primitiva también está sus dibujos (buscada de forma consciente: una voz, un tono, algo propio). A través de ellos encontramos la orgullosa búsqueda de una expresión personal, pero también esa mirada en construcción (como esos dibujos en los que la tinta no esconde las líneas del lápiz o en las que estas quedan ahí, no borradas, esbozadas, espectrales). Desde la simple constancia de las cosas (botellas, castañas, zapatos, tetera, plantas) hasta la búsqueda de las sombras y los claroscuros (paisajes, un gato que asoma tras una línea).

El libro recoge cuatro series que corresponden a cuatro países, tal vez a cuatro estados de ánimo. Inglaterra, Francia, España, Estados Unidos. Francia y España son lugares de paso, los lugares de su luna de miel (aunque Plath piense que París sería el único sitio donde podría vivir). Inglaterra y Estados Unidos allí donde vivieron. España es Benidorm. Pero Benidorm cuando era un pueblo y no un engendro para turistas y jubilados. Un pueblecito de pescadores. En ellos o en las cartas aquí recuperadas se respira una cierta alegría de vivir, muy relacionada con su marido. Hace planes y espera. Espera. En todo hay como ese sentimiento de la espera. O de dejar el tiempo pasar, felizmente, junto a la persona que quería.

También está la fragilidad. En sus dibujos, en sus palabras. Y la jovencita. La jovencita que es Sylvia Plath: veintipocos años. Todo por descubrir y sin embargo de vuelta de algunos sitios. La campana de cristal. Y ese todo por descubrir la lleva también a dibujar las cosas más anodinas por el simple gusto de dibujarlas. No hay que esperar descubrir una artista inmensa, sino una artista entregada, que empieza, que busca, que se siente medianamente satisfecha con sus avances o muy satisfecha (hay que decir que Sylvia Plath estudió dibujo), según va aumentando su complejidad (o su seguridad), y va pasando de sus figuras aisladas (ya sea una vaca o un paraguas) a paisajes, a construcciones (esas viejas casas e iglesias inglesas, los tejados de París, sus tiendas, o un callejón español).

El resultado es un delicioso cuaderno de viaje, iniciático, de una persona enamorada de las cosas y también de la personas (y entre todas, Ted Hughes), un cuaderno que respira, que vive, como ella, disfrutando de las pequeñas cosas, de los pequeños objetos, de los pequeños gestos, de los pequeños descubrimientos. Construcción del mundo, construcción de los sentimientos.


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