La estación del sol, de Shintaro Ishihara (Gallo Nero) | por Juan Jiménez García
Hay momentos históricos en los que lo viejo y lo nuevo dejan de ser dos instantes de una misma cosa, divergen y se pierden irremediablemente. Lo viejo y lo nuevo, los viejos y los jóvenes. En cine podríamos decir que es una cuestión de nuevas olas. En literatura todo es como más dulce, y no es que no se construya lo último sobre el cadáver asesinado de lo anterior, sino que este movimiento es más constante, más del día a día natural de las cosas. También puede ocurrir que en un determinado momento, el arte, la cultura, dejen de hablar de nosotros, gente de la calle. Eso nos lleva hasta el Japón de los años cincuenta. Y también hasta La estación del sol, obra mítica que ahora nos trae Gallo Nero. Oportunamente. Tiempos de divergencias, de nuevo.
Shintaro Ishihara no es que hubiera escrito mucho. Realmente nada. Con La estación del sol lo que hizo fue recopilar cuatro relatos que habían ido apareciendo en revistas con un éxito inesperado (lo inesperado en este caso era algo así como lo obvio que no había hecho nadie). ¿Qué era lo que ofrecían aquellos cuatro relatos para ello? Fácil: hablaban de los jóvenes tal como eran. O mejor: tal como creían ser. No es que la imagen fuera muy complaciente. En todos estos relatos habita un cierto espíritu nihilista, ya no solo autodestructivo, sino destructivo sin más. Personajes al límite que, en la mayor parte de los casos, no les importa demasiado esto o lo otro. En ellos el futuro no acaba de existir (es algo demasiado lejano e inconcreto) y el pasado no es más que un puñado de anécdotas que se cuentan entre los amigos. Todo es presente.
El libro causó tal furor que inició lo que se vino a llamar taiyokozu (algo así como la tribu del sol), subgénero basado en esta juventud atormentada pero, al menos, próxima. Un inicio que se acrecentó con su versión cinematográfica, Taiyo no kisetsu, dirigida en 1956 por Takumi Furukawa, que además es un punto ineludible cuando trazamos el camino del cine japonés hasta su nueva ola.
Pero, ¿qué nos contaba sobre aquellos muchachos, aquella generación algo más que posbélica, bajo el signo del sol? Nada muy luminoso. El relato que da nombre al libro es seguramente aquel que mejor lo resume. No fue el primero que escribió, pero contiene en buena medida al resto, desde la violencia hasta los problemas amorosos. El protagonista es Tatsuya, un joven boxeador que se enamora (es un decir) de Eiko. Para estos jóvenes el amor es algo bastante parecido a la fascinación, con todo lo que tiene de temporal y efímera. Sin problemas de dinero, su vida trascurre sin preguntarse demasiadas cosas. Con el verano, su relación alcanza algo parecido al amor. A partir de ese momento, Tatsuya se empleará en destruir ese sentimiento. Brutalmente.
La clase gris, anterior a La estación del sol (relato), apuntaba el resto de relatos. La muerte, por ejemplo. El aborto (entendido como el paso de la inmadurez a la madurez, pero también en un sentido puramente utilitario de la mujer). Más allá de la relación entre Yoshihisa y Michiko, de nuevo cuestión de encuentros y desencuentros, el relato nos ofrece un desgarrador retrato del suicida: el de Miyashita. Compañero de instituto, desencantado, apático, intenta suicidarse una y otra vez. Y una y otra vez regresa de esa muerte. Pero no a la vida.
La cámara de torturas es otra cosa, una especie de historia cruel de juventud, marcada por la violencia y desapego más terrible. Su protagonista, Katsumi, cae en manos de una banda de delincuentes, que se dedican a torturarle, mientras él juega con la muerte, marcha a su encuentro sin ceder. Al revés: provocándola. Su propio sufrimiento se encontrará con el que causó a los demás, en especial a Akiko, una joven que fue su amante.
Dentro de los cuatro relatos, El chico y el barco tiene algo de obra aparte. El chico vive en un mundo completamente diferente al de los anteriores. Carece de esa necesidad de destruirse a través de los demás, de dejarse llevar entre la muerte y el desencanto. No, él tiene un sueño: tener un barco. Para ello no dudará en recurrir a métodos dudosos, pero cuando su sueño se cumple, el destino le confrontará con ese instante decisivo (al que también se enfrentan el resto de protagonistas).
En fin, La estación del sol es un retrato cruel de juventud, y no deja de ser sintomático que la juventud de aquel tiempo se sintiera identificada con sus protagonistas, que los sintiera próximos de algún modo. Como signo de una época (y de unas épocas por venir), decir que su autor, Shintaro Ishihara acabó metido en política. Populista, ultraderechista, racista, negacionista, en fin, logró amalgamar en su figura motivos suficientes para ser asesinado por uno de aquellos “personajes al límite” de sus historias. O quizás no. Quién sabe. En todo caso, ironías del destino.