Winesburg, Ohio, de Sherwood Anderson (Palabrero) Traducción de Anna García | por Óscar Brox
Para explicar una obra como Winesburg, Ohio, tal vez sería necesario empezar por su final, por la inevitable marcha del hogar que impulsa a George Willard hacia los primeros años de madurez. Pese a ser, prácticamente, una novela de relatos (como también lo sería La promoción del 49, de Don Carpenter, por ejemplo), la presencia de Willard es lo más parecido a un narrador que encontramos en el libro. O, mejor dicho, a un observador que apunta hasta el más mínimo detalle del pueblo para dejar que sean los dramas interiores de sus habitantes los que cuenten la historia del lugar. De un espacio familiar en el que se crece, se ama, se muere, pero nunca se olvida. Porque, para bien y para mal, cada vivencia permanece tan pegada a la memoria como la carne al hueso. Por mucho que los de Anderson sean retratos de tristeza, de aflicción y derrota, en los que la soledad acompaña a la independencia vital, los titubeos a las manifestaciones más sinceras de amor, el miedo a la sensación de abandono que imprimen los fuertes lazos establecidos con el entorno familiar.
George Willard pretende, por no decir que desea con auténtico fervor, convertirse en periodista. En un lugar como Winesburg, aquello no queda demasiado lejos de ser una especie de trovador de las vidas del pueblo, narrador de pequeñas historias y comentarista de los detalles, a priori, menos importantes. Huelga decir que ese es, básicamente, el deseo que comparte Anderson con su criatura. El objetivo: alcanzar una verdad que resbala entre dudas, miedos y ansiedades. Un retrato emocional integral y complejo, capaz de plasmar sobre el papel ese fulgor humano tan incoherente. Tan vivo. Tan nuestro. Por Winesburg, Ohio desfilan padres e hijos, amigos y amantes, vecinos y trabajadores. Los vivos y los muertos. Las cargas que obligan a llevar a cuestas estos últimos cuando nadie sabe qué hacer con el legado que dejan. Pero, principalmente, los de Anderson son relatos de personas. De las dudas que atenazan cada paso en la vida, cada idea que todavía no se ha transformado en decisión. Que flirtea con ese instante de vacilación en el que todo puede llegar a ser o, por el contrario, quedarse en nada.
Es posible que en aquella América dividida por el ambiente rural y la pujanza de la vida cosmopolita, la búsqueda de un futuro constituyese una decisión de proporciones inmensas. También, todo hay que decirlo, el descubrimiento de otro mundo, más pragmático y confiado, para el que la pureza de sus personajes no está preparado. Y es que en Winesburg, Ohio siempre flota el sentimiento de rechazo a una realidad de la necesitamos emanciparnos, pero a la vez el temor a no tener con qué construir un presente. El entusiasmo y, casi simultáneamente, la decepción. La bajada de brazos constante que priva a sus personajes de alcanzar lo que anhelan; que les sume en una rara agonía asumida mediante la cual consiguen poner tierra de por medio con el protector ambiente cultural que les ha amamantado. Hogar de ilusiones perdidas, Anderson narra los primeros amores con una intensidad insólita, acercándose a los protagonistas con la mirada de un antropólogo capaz de registrar hasta el último detalle que le proporcione una pista para acceder al corazón de sus criaturas. A su verdad. A lo que sienten pero se resisten a compartir con alguien más. A eso mismo que les lleva a ir contra sus sentimientos y aceptar la derrota como el único bálsamo posible para sus vidas.
Aunque el libro pueda ser leído como un todo o como una selección de fragmentos, Winesburg termina imponiéndose como una suerte de cosmogonía, fresco pintado sobre un lugar y sus habitantes a la caza de las emociones que lo gobiernan. Anderson, pues, escribe las vidas del farolero, del sereno o del sacerdote como quien las conoce de primera mano, con ese juego de rasgos que los convierte en figuras en movimiento. Nerviosas, activas, auténticas. También a sus crisis, como la del sacerdote que descubre en la ventana junto a su rectoría a la profesora de escuela que hará tambalear los cimientos de su fe. Pocas veces una historia de ardor y pasión ha encontrado palabras más justas, un retrato moral tan conmovedor, con esa mezcla de soledad y ternura con la que se describen los sentimientos de sus criaturas. Porque, posiblemente, no existen otros elementos para capturar con justicia una vida abocada a la soledad, como la de esa mujer que espera eternamente el regreso de un (casi) desconocido para quien el amor que compartieron fugazmente quedó arrinconado en la memoria como una simple aventura.
De Winesburg, Ohio se puede decir que posee la cualidad de imprimir en cada relato un tono de madurez, como si de uno a otro Anderson hubiese aprendido una lección vital que le permitiese avanzar en su descubrimiento del mundo. O de los pequeños dramas de la gente corriente. De ese aprendizaje que tarde o temprano llevamos a cabo y que nos permite, quizá, saber algo más del entorno que nos rodea; probablemente, de la maraña emocional que como una niebla se instala en el corazón para hacer un poco más difícil el juego de pasiones y debilidades. Y es que eso, el paso del tiempo, es lo que cuenta en estos relatos. La memoria de las personas, de los lugares y de los episodios. Las emociones vertidas y los sentimientos secretos. Las cargas, las deudas y los amores. Los que llegaron a ser y los que no pudieron materializarse. La vida, nada más, y ese constante deseo de alcanzar la orilla de la madurez.
[…]
Si no quieres perderte nada, puedes suscribirte a nuestra lista de correo. Es semanal y en ella recordaremos todo lo publicado durante los últimos días.
1 thought on “ Sherwood Anderson. Gente corriente, por Óscar Brox ”