Los huesos cantores, de Shaun Tan (Barbara Fiore editora) Traducción de Anton Anton | por Almudena Muñoz
Afirma Jack Zipes en su presentación de Los huesos cantores de Shaun Tan que Wilhelm y Jacob Grimm se habrían sorprendido al ver sus Cuentos de la infancia y del hogar todavía reeditados en nuestro tiempo. Es posible que la vocación casi antropológica de los hermanos esté eclipsando el ego de unos artistas que, al fin y al cabo, quisieron vincular sus nombres a aquel grueso volumen de relatos recogidos de muchas bocas anónimas. Lo más probable es que los Grimm asintieran complacidos ante esa perpetuidad de un legado del que son meros mensajeros. En primer lugar, porque es inevitable que lo hecho para perdurar consiga reciclarse en cualquier contexto; y, como condición aún más cierta para el geist germano, porque la aparición de un nombre facilita el recuerdo narrativo de una civilización a punto de derrumbarse, como los antiguos Virgilio y Ovidio, o el Wagner casi contemporáneo de los Grimm.
El título escogido por Tan recrea con bellísima precisión ese legado para el que no quedan huesos ni canciones felices, elementos también ausentes tanto en la parte visual como escrita del libro. A pesar de todo, el espíritu de los cuentos de hadas es el más reclamado en veladas literarias y lechos, como la única voz digna de seguir siendo escuchada de entre los muertos. Una universalidad dada por cierta que todavía sorprende al fondo de la mente, donde aletea la duda acerca de si todo esto será apropiado para los niños y educativo para los adultos. Y la dicotomía es lo que le ha servido de fuelle durante todavía pocos siglos. Recordaba Philip Pullman en el prólogo a su sutil reescritura del universo Grimm (Cuentos de los hermanos Grimm para todas las edades, Ediciones B, 2012), que estas historias son demasiado sencillas para los niños y demasiado difíciles para los mayores, tal y como definía Arthur Schnabel las sonatas de Mozart. Que se trate de piezas cuyo formato y contenido parezcan invertidos contra la lógica aumenta su atractivo. Perdura el hechizo sembrado por el boom de la literatura que bordea la infancia y la madurez a lo largo del siglo XIX; en su excelente ensayo introductorio a los Victorian Fairy Tales de Oxford University Press (2014), Michael Newton evoca la definición de los cuentos que deleitaban por igual en la habitación de los niños y en la sala de estar.
Cuando Shaun Tan escoge setenta y cinco fragmentos de cuentos de los Grimm y se sienta frente a ellos, el sentido táctil resulta también doble: es el deseo de jugar infantil y la necesidad de corroborar físicamente las cosas, tan típica de los adultos. Al contrario que otras obras capitales, los Grimm no tienen un canon ilustrado, ni siquiera por Disney, y el abanico abarca todas las preferencias posibles, desde Rackham y Kay Nielsen hasta Edward Gorey y David Hockney. La libertad es absoluta porque Tan, como Wilhelm o Jacob, es sólo un eslabón intermediario que zarandea sus herramientas en una niebla de la que puede surgir cualquier cosa. Los propios Grimm eran feroces revisores y editores de sus escritos, de modo que probablemente habrían continuado recortando material hasta nuestros días, alcanzado esos haikus que compone Shaun Tan, y que para el académico expresan visualmente los simples caracteres encerrados en cada historia -según Pullman en su introducción a Los huesos cantores en edición británica, aquí no traducida.
Cada lámina es una fotografía minimalista, pero compuesta de ricos materiales -orgánicos, como bayas, flores y ramitas, y fríos y agresivos como los clavos, el óxido y la cuerda. Las figuritas de arcilla que moldea Tan podrían reproducir el legado de los Grimm para lectores o espectadores de un futuro que ya no recuerda ese apellido y que ha dejado de pensar en los cuentos de hadas. El artista las ilumina levemente, según sus palabras, como en el recorrido de un museo o de una caverna forrada de pinturas rupestres. Son retazos de los que conocemos de sobra el sentido, pero que no dejan claro ningún significado: a la vez inquietantes e inocentes, como el niño de arena que tiende sus bracitos al cielo (La pequeña mortaja), Blancanieves y Rosarroja danzando sobre un oso gigante, el reguero de sangre alrededor de la cabeza de la yegua Falada (La pastora de ocas). La belleza de las esculturas es tan grave y su familiaridad con los relatos tan acertada que, de repente, los propios cuentos podrían desaparecer y seguir sobreviviendo en imágenes. El parecido del estilo de Tan con el arte precolombino e inuit remarca la posibilidad de que sus estatuillas sean eternas y vengan del mismo tiempo en que se forjaron las historias.
El volumen es lujoso, digno de mesita de sala de espera que atrae la atención del invitado y que termina absorbiéndolo mientras el niño de la casa lo estudia desde un rincón, aguardando a que suelte el libro y pueda recuperarlo para sí mismo. De los colores de lo prohibido, el gris, el blanco hueso y el rojo, ofrece un catálogo de símbolos especialmente trabajados por las autoras del cuento sexual y feminista (Angela Carter, Tannith Lee, Liudmila Petrushévskaia), que acabarían marcando más que los Grimm o Perrault a otros escritores contemporáneos -Kelly Link, Gregory Maguire o Neil Gaiman, quien firma el prólogo en la edición norteamericana. Abierto al azar (en cualquier página, en cualquier época, a cualquier edad), seguramente sea la antología más fiel al propósito de los Grimm efectuada hasta la fecha.
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