Las fascinantes rubias de Alfred Hitchcock, de Serge Koster (Periférica) Traducción de Manuel Arranz | por Óscar Brox

Serge Koster | Las fascinantes rubias de Alfred Hitchcock

En la presentación de este breve ensayo sobre cine, Serge Koster enuncia aquello que hace de la fascinación por las estrellas una atracción irresistible: su manera de evocar, como un puro deleite, esa carne que nunca se ve. De aportar dimensión, cuerpo, mitología y movimiento a esas presencias evanescentes que nos arrastran en un torbellino de placer. La creación del primer star system cinematográfico contribuyó a fraguar el hechizo, el pacto secreto entre espectadores y cineastas, que legitimase la inmarcesible fascinación por unas actrices construidas en cada escena. Que solo existían para las películas, ajenas a cualquier tentación publicitaria que agotase repentinamente su influjo sobre la audiencia. Misteriosas, fugaces, arrebatadoras. Alfred Hitchcock fue, tal vez, quien con más ahínco contribuyó a forjar ese panteón estelar, cediendo el papel protagonista de sus películas a una plétora de actrices rubias. Rostros como los de Grace Kelly, Tippi Hedren, Kim Novak o Eva Marie Saint quedaron inmortalizados en su cine como diosas, y las pasiones íntimas del director de Psicosis cuajaron en un puñado de historias inolvidables. En particular, porque todas ellas abundaban en ese hechizo que tanto nos fascina, en el anhelo que solo vive en el cine: deleitarse con lo que nunca se ve, poseer lo que nunca se tendrá.

Para apoyar su recorrido por el universo femenino de Hitchcock, Koster apela a los que, a buen seguro, son los vectores principales de su cine: la construcción del suspense, el gusto por la metonimia, las filtraciones (sexualmente) perversas de un hombre fundamentalmente pudoroso. En otras palabras, eso que siempre parece estar mostrándose y, a la vez, escondiéndose en sus películas. El gesto del erotómano, el anhelo del hombre herido (ante un amor inalcanzable) y el placer escópico que proporciona mirar a través del objetivo (de la cámara, como si fuese la mirilla de una puerta). No en vano, si algo distinguía a Hitchcock era su precisión a la hora de extraer de cualquier elemento en escena sus potencialidades dramáticas. He ahí, por ejemplo, la hermosa escena de Topaz en la que el personaje de Frederick Stafford descubre el microfilm oculto tras derramar, afligido por la muerte de su amante, una lágrima sobre el papel rugoso que lo escondía. Es la importancia del sacrificio amoroso la que revela el secreto que se esconde en la película. Y es ese esforzado ejercicio de visualización el que, en definitiva, lo pondera. El que nos lleva a sentir ese amor sacrificado, frágil y hermoso.

En sus cuatro breves ensayos, Koster explora las respectivas caras de Hitchcock a través de cada una de sus mujeres. En Grace Kelly conjura a la rubia de aspecto glacial con el personaje de sexo caliente, trufado de insinuaciones cada vez más groseras que la cámara de La ventana indiscreta disfraza con un surtido de ingeniosas metonimias. Kelly es la diosa inalcanzable, perfecta, idolatrada en cada plano por su director, a la que echará de menos cuando se fugue a Mónaco. Y Hitchcock, a través de la persona interpuesta de James Stewart, la tiene a su lado mientras, con la torpeza que concede el suspense de la película, juega al despiste con su amor. Ahora sí, ahora no. La vida que aparece tras el objetivo de Jeff en el edificio de enfrente marca ese rasgo voluble con el que se entrega a la pasión. Kim Novak, en cambio, es el polo opuesto de Kelly, la belleza grácil que amarga a Hitchcock por su excesiva desenvoltura. Porque no posee ese aspecto glacial, porque no es la Vera Miles que ha declinado participar en el rodaje de Vértigo. Y Novak, señala Koster, se convierte en una usurpadora, como lo será también su personaje en la película, mientras su director se identifica más que nunca con ese protagonista temeroso, víctima de un amor necrófilo, que se deja arrastrar hacia el abismo persiguiendo a una mujer (a una estrella, a un ídolo) que ha dejado de existir.

Con gracia y grandes dosis de perspicacia, Koster aprovecha la tentación femenina de Hitchcock para desarrollar las características de su obra. Así, en sus páginas encontramos un estudio de los personajes masculinos, de aquellos en los que perfiló su mayor grado de afinidad, con Cary Grant y Stewart a la cabeza, y de aquellos otros, fornidos y lentos como Connery o Rod Taylor, que le obligaban a alterar su punto de vista. Con los que se siente menos satisfecho. Están las metonimias, siempre arriesgadas, que dibujan en el moño de Kim Novak el retrato de su sexo y en el cierre del bolso de Marnie, la ladrona, el símbolo de ese amor fetichista que pretendía poner en escena. Pero, por encima de todo, siempre está la obsesión, hasta rozar el descrédito moral, que atenaza al autor de Con la muerte en los talones en su relación con las actrices. Si Novak supone una transición turbulenta, Eva Marie Saint es lo más parecido a una alumna aplicada, que se deja dirigir y llevar por los vaivenes del suspense. Para el recuerdo, la brillantísima composición de Hitchcock en la escena del tren, cuando el encuentro entre Grant y Saint refleja su inevitable romance a través de una interpretación rayana en el gag físico. En la que sobresale, con todo el pudor que la cámara permite, lo que entiendo su director por amor. En cambio, Tippi Hedren marca el instante fatal, el sexo turbio que se pega a la pantalla con toda la violencia de que es capaz Hitchcock. El rechazo, el rencor, que sibilinamente plasma en el ataque a picotazos en Los pájaros; la tristeza y el fetichismo que despiertan en el personaje de Marnie. El impulso creativo que fomenta la decepción amorosa.

Las fascinantes rubias de Alfred Hitchcock es, fundamentalmente, un ensayo destinado a conservar la atracción por esas actrices, por esos personajes e historias. El deseo que no cesa, que nos lleva a habitar la piel de su director, a discutir su temperamento moral y su visión, entre remilgada y desaforada, extrema, del sexo. La escritura de Koster, siempre juguetona y divertida, nos habla de un tiempo extinguido, de un star system eclipsado por el ímpetu de la publicidad, de la mercadotecnia y de la puerilidad del arte contemporáneo. Un tiempo que ha olvidado cómo desnudar a una estrella sin necesidad de quitarle la ropa, cómo construir visualmente ese anhelo inalcanzable con el que se forjó el cine, cómo volver a poner en marcha esa máquina fantasiosa (la imaginación) capaz de otorgar cuerpo y dimensión a las presencias evanescentes de la pantalla. De esa pantalla en la que Hitchcock escribió sus obsesiones, su moral, su sexo y su universo femenino. De la fascinación que aún hoy nos provoca contemplar aquel torbellino de placer, culpa y deleite.


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