Espía de la primera persona, de Sam Shepard (Anagrama) Traducción de Mauricio Bach | por Gema Monlleó

Sam Shepard | Espía de la primera persona

“¿Per què els ocells?, va escriure en Sam. ¿Per què els ocells?, repetia com un eco la seva germana. El cant sortia d’un radiocasset mig enfonsat a la sorra. ¿Per què els ocells?”
L’any del mico, Patti Smith 

Me resulta imposible leer Espía de la primera persona sin afligirme por la enfermedad y admirarme por la fuerza en la escritura (quiero decir la literatura) de Sam Shepard (1943, Fort Sheridan, Illinois – 2017, Midway, Kentucky, escritor, actor, dramaturgo, músico) en este su último y póstumo libro. Vivir la literatura desde la convicción de la necesidad de abrazar y dejarse abrazar por ella, sentir la pulsión narrativa (y poética) como ese abismo bueno en el que las palabras, además de crear mundos, sostienen el propio. Todo ello está presente en este libro de un Shepard enfermo en el que la ELA ha colonizado su cuerpo y que, con la urgencia de un cowboy salvaje, se empeña en terminar (y sí, aquí hay un hilo con el Bolaño que enfebrecido de literatura terminó agónicamente su 2666). 

En esta narración fragmentaria y lírica, los textos de Shepard son una tela de araña por la que transita una narrativa doble: la del protagonista transmutado en el propio Sam y la de ese vecino-presencia que lo observa, que se hace preguntas sobre él y que yo no puedo dejar de identificar con la Muerte. La Muerte. 

“¿Por qué me mira? No lo entiendo. En estos momentos nada parece funcionarme. Manos. Brazos. Piernas. Nada. Permanezco tendido. Esperando a que alguien me encuentre. Me limito a mirar al cielo. Huelo su proximidad.” 

Es el tiempo de la confusión, el tiempo del saber(se) y no (¿querer?) reconocerse, el tiempo de los balances de la carne (en debe) y del espíritu (en haber), el tiempo de los reflejos (hola, vecino-espía; hola, Muerte-espía) mientras el yo se desdibuja ante la amenaza del silencio último. Del Silencio. Último. 

“Lo observo desde la distancia. Es decir, lo observo desde el otro lado de la calle (…) Purpúreo. Llanero solitario. Bandido enmascarado”. Y Shepard vuelve a ser Travis: “la gorra de beisbol, los tejanos sucios, la camiseta vieja”. Un Travis que ya no transita por París, Texas (la película de Wim Wenders, 1984, basada en su libro Crónicas de motel, Anagrama, 1985), sino que permanece sentado en el porche, hablando entre murmullos mientras sus familiares “entran y salen de las profundidades de la casa” y “los petirrojos pían como locos intentando ahuyentar a los cuervos. Esos pájaros enormes y malvados”. Esos pájaros que, de nuevo, asociamos a la muerte (a la poética de la muerte si quien escribe es el inmenso Ted Hughes). Un Travis anciano atendido, ahora sí, por fin sí, voluntariamente sí, por su familia. Un Travis que atraviesa el Desierto Pintado de Arizona para llegar al falso oasis de los cactus y las serpientes de cascabel y recibir, en la clínica de los Minnesota brothers (los adalides de los tratamientos de lujo en el gélido y nevado norte -y yo imagino la fotografía que Shepard describe del retrato de los hermanos en la tormenta de nieve mientras busco, ¡ains!, las huellas de Robert Walser-), el diagnóstico de que algo no va bien en la mirada “alelada y ausente” de su médico. 

Espectros de apaches y saguaros entre galvánicas punciones con varillas de cobre mientras regresan las preguntas fundamentales (“¿de dónde venimos exactamente? ¿De un desierto? ¿De un bosque? ¿De una pradera?”) y el echar la vista atrás es, para Shepard, regresar a la infancia (el festival de los dátiles de Indio, el embarcadero en el Pacífico con los pelícanos, la sombra del viejo árbol de aguacates), a la juventud (“solía dormir en un colchón en el suelo en una esquina de la avenida C con la calle Diez en el Lower East Side”, la nebulosa mental de los 70: “Érase una vez una época del pasado”), al inicio de la aventura americana de sus ancestros, a las deportivas rojas colgando de los cables del teléfono y a los atardeceres dorados. Recuerdos que convocan recuerdos que convocan más recuerdos que convocan otros recuerdos en un eco telúrico de carácter hierático por la trascendencia de ser recordados desde la última obra. La Última Obra. Y, abofeteando al presente, proyectarse en la arena del Desierto Pintado con Shepard ofreciendo el tobillo a una cascabel verde de Mojave y terminar(se) antes de que deje de ver a través del aire, antes de que todo cambie (más), antes de que se haga completamente carne la irremediable y última verdad. Irremediable y Última Verdad. 

Y el presente es, ahora, un balancín meciéndose, meciéndose, meciéndose. El presente son unos prismáticos que atraviesan la calle, el porche, y casi leen la página 399 del Jane’s Fighting Ships. El presente es preguntarse por el brillo plateado del otro lado de la calle (“tal vez se trate de un observador de pájaros”). El presente es un espía, un vecino-espía, una Muerte-espía, que observa y asiente y se pregunta y calla. El presente es un diálogo imaginario entre dos seres que tal vez son dos yos de la primera persona o tal vez uno que se ancla a este mundo demandando tortitas de trigo sarraceno mientras otro lo persigue cada vez más de cerca (“tal vez podríamos entablar una conversación. Él también debe de estar a la espera. Los dos estamos a la espera”). El presente son las golondrinas que “vuelan en círculos y descienden en picado. Es imposible ver los insectos a los que persiguen. Podrían ser imaginarios, pero no lo son”. El presente es la muerte lanzándose en picado a por su presa, una muerte (tal vez sí, tal vez no) imaginaria pero (tal vez sí) real. El presente son los negros lepidópteros en la pared, el Stetson junto a la ventana y la Gibson que ya no puede tocar en un rincón (y no, esto no aparece en Espía de la primera persona, pero yo lo veo porque sí está en L’any del mico de Patti Smith). El presente son los sonidos de los arrendrajos, de la autopista lejana, de los mirlos de alas rojizas. El presente es cortar voluntariamente esos sonidos, y los pensamientos, y las ideas, “¿qué sucede si todo se acaba aquí?”. “Los dos estamos a la espera”. “La monotonía. La rutina”. “Los dos estamos a la espera”. “Mariposas que aterrizan en plantas moradas”. “Los dos estamos a la espera”.  

Si Marguerite Duras tuvo a Yann Andréa para transcribir su postrero Eso es todo (reeditado recientemente por Periférica), Shepard tuvo a sus hermanas que transcribieron estos sus últimos textos y sobre todo a su amiga-hermana Patti Smith con quien pudo corregir la última versión de su manuscrito. Ella, Patti, Patti Lee (como Shepard la llamaba) recuerda en su L’any del mico (Club Editor, 2020) este momento: “L’últim cop que vaig veure en Sam, el seu manuscrit estava acabat. Damunt la taula de la cuina, com un petit monòlit, contenia l’incontenible, un parpelleig que guspireja i no es pot apagar” y ella es, para mí, la albacea de una memoria que tintó en la piel un rayo en la rodilla (de ella) y un cuarto de luna menguante entre el pulgar y el índice (de él). Beatniks en Nueva York, cowboys en Kentucky, hermanos en la devastación (“el modo en que los ojos parecen al mismo tiempo seguros y perdidos”) y en el beberse la vida. 

Si Vladimir-Didi y Estragon-Gogo no conocieron, por más que esperaran, a Godot, en Espía de la primera persona el Shepard más beckettiano dice adiós sin saber apenas nada de su vecino-espía. ¿Sabrá la Muerte-espía más de Shepard hoy que lo que hemos leído en este libro? Yo la he visto observándolo durante toda mi lectura, embebiéndose cada vez más de él y por él. Si estuvo ahí, seguirá estando. Si Shepard la convocó y la encaró, no se habrá marchado.   

Texto fronterizo, como el desierto, entre la narrativa y el puzle poético, entre lo voluntariamente onírico y los crudos golpes de decrepitud corpórea enunciada. Texto de/con emergencias simbólicas desde la contemplación, la soledad, las elipsis y el deslumbramiento literario del cowboy que ya no camina por París, Texas. Texto, según Patti Smith, que es una mezcla de “poesia cinemàtica, imatge del sud-oest i somnis surrealistes” aderezados con esos personales toques de humor negro tan Shepard-style. Testamento casi espectral desde la hondura de la madurez final. Doloroso (también para sus lectores) silencio último. Silencio Último. 

Espía de la primera persona termina en la cantina El Farolillo de East Water Street (“el bar sonaba como un grupo de marimbas sin música”), entre margaritas y tequilas, celebrando el hoy de un Shepard “sentado en una gruesa pieza de lana y con una manta navajo sobre las rodillas”, un Shepard que siempre fue crepuscular en su escritura y que aquí (completamente Travis) contempla la luna halcón rosada ajeno por última vez a su sombra, a su espía, a su vecino-espía, a su Muerte-espía, y convirtiéndose, en mi imaginación, él mismo en el resplandor de aquel último y bello crepúsculo. 

“Volvía en sí. Y se iba. Volvía en sí. Y se iba. Y volvía en sí. Y él le dijo al médico: “¿Qué le pasa?” Y el médico se limitó a volverse hacia él y decirle: “Se está muriendo”.” 


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