Algo de mí mismo, de Rudyard Kipling (Pre-Textos)  Traducción de Álvaro García López | por Juan Jiménez García

Rudyard Kipling | Algo de mí mismo

Hay escritores que uno cree conocer desde siempre sin haberlos leído nunca. Forman parte de nuestro paisaje sentimental sin haberlos llegado a frecuentar. La India de Kipling es tan nuestra que podríamos pensar que es un territorio más de esa geografía personal que, de una manera u otra, hemos transitado. Kipling es el exotismo perdido. A veces, el paraíso perdido. Una paraíso construido sobre ideas estéticas, más que morales, lleno de otros principios que podemos asumir como reivindicación de un mundo desaparecido en el que todo es como queremos que sea y el fondo está demasiado lejos y desdibujado para poder ser apreciado. Cuesta imaginarse, por ir situándonos en la India, contra qué se rebelaron, siendo un lugar más de nuestros sueños coloniales. La literatura, la vida. Entonces, Rudyard Kipling escribe Algo de mí mismo, que son una suerte de memorias. Y reparamos que el exotismo está asociado de algún modo a lo extraño, pero que cuando ese extraño es algo normal para quien lo vive, la vida es un largo río tranquilo.

Kipling nació en la India. Pasó su infancia (desgraciada, porque lo dejaron al cuidado de las personas equivocadas) en Inglaterra. Volvió a la India con sus padres (y fue feliz, casi por primera vez). Trabajó en periódicos y volvió a Inglaterra con algunos relatos y la idea de otros. Empezó a hacerse un nombre. Ganó dinero. Huyendo de la peste (literalmente), recién casado, empezó a recorrer el mundo. En Japón perdió todo su dinero (pero no por los japoneses, sino por la quiebra del banco). Acabó en Estados Unidos. Allí pensó que podía formar su hogar y eso hizo. Pero los americanos no le parecieron gran cosa, sino más bien lo peor de cada pueblo (encabezados por los malditos irlandeses), y encima tenían una cierta ligereza en cuestiones de derechos de autor. De modo que se marchó. Volvió a Inglaterra, tomó alguna decisión equivocada en busca de un hogar que nunca acababa de llegar, y acabó en Sudáfrica ocasionalmente, para la segunda guerra de los bóers (que esta vez sí ganó Inglaterra). Tras aquello y con nuevos amigos por todos lados (que lo acusaban de militarista y alguna cosa más fea), regresó, para encontrar su lugar y acomodo. E incluso le dieron el Premio Nobel, que para él se resume en un palacio medio a oscuras (porque acaba de de morir el rey de Suecia) y nieve en los patios.

Buena parte de estos viajes, aventuras y desventuras ocupan el relato de sus días. Nuestra necesidad de pintoresquismo se desvanece ante la constatación que nada tiene de pintoresco lo que uno vive todo los días. Hay mil anécdotas, cierto, e incluso podríamos decir que Algo de mí mismo es el libro de las anécdotas, que pasan gráciles y ligeras entre nuestros dedos como algún tipo de viento o brisa. Y no porque todo sean frivolidades. Al contrario. Kipling es un hombre de su tiempo, y su tiempo era la época victoriana. Hay cosas sobre las que no bromeaba nunca, muchas, aunque en él ya está la construcción (algunos detalles) de lo que ahora conocemos como humor inglés, o esa cierta capacidad de no tomarse a uno mismo muy en serio y tampoco a los demás, sean reyes o lacayos. Así, si hay algo verdaderamente exótico, es aquello que cuenta y cómo lo cuenta

Porque estamos en ese punto en el que ya empiezan a extrañarnos las incorrecciones políticas (sin pensar que pasaron más de cien años). Los irlandeses, como ya dije, son la raza odiada y odiosa (utiliza el término raza a menudo), los americanos las sobras europeas, los judíos (ay, los judíos), y luego hay indígenas por todas partes (que es su manera, seguramente la de su tiempo, de llamar a los nativos) y las clases sociales están para algo. Kipling fue masón y perteneció a algún club más que selecto, y aunque tampoco le dio importancia llegó a Sir y su gusto por el glorioso ejército inglés era más que evidente. Curiosamente, era musulmán.

¿Y la escritura? Está. La construcción del escritor a partir del periodista, sus primeros relatos, precisamente para los periódicos, su relación con la escritura (y la verdad, porque Kipling estaba francamente preocupado por la veracidad de lo que escribía), la génesis abreviada de alguna de sus obras mayores (en especial de Kim, que le sirve para hablar también de su padre), y algún maravilloso apunte visto desde el futuro, como es nuestro caso: un tal Tarzán de los monos que es una triste imitación de su Libro de la selva y que pronostica que no llegará a nada. Sus éxitos, el dinero, sus relaciones con la prensa, con algunos lectores, con la humanidad, consigo mismo. No esperemos encontrar reflexiones poéticas sobre el oficio, aunque, el último capítulo, como si se hubiera olvidado de algo importante, está dedicado a la escritura, precisamente (y la importancia del sonido de la pluma rasgando el papel).

Entonces, cuando llegamos a la última página, a las últimas líneas de Algo de mí mismo, cuando pensamos que la vida está llena de extrañas cosas pero también de día a día, incluso para un escritor inglés musulmán victoriano, llega la última frase del libro, las últimas palabras: que son póstumas (no por él, que sigue vivo, sino por ellas mismas, que hablan de un muerto): (…) que ya eran más que normales antes de mi muerte. Y piensas que la poesía está en todos lados, también en la vida común de los hombres. En nuestros errores y en nuestros aciertos. En nuestros odios y en nuestros amores. En todo lo que queremos y en aquello a lo que no le damos la más mínima importancia. En lo trivial y en lo esencial. Y que solo hay que ser un observador atento (aunque también valdría alguien descuidado ayudado por el azar) para encontrar. Y que ese algo de Kipling tiene algo de nosotros, sin que sepamos qué. Un sabor. Un gusto.


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