Con los pies en el aire, de Robert Graves (Confluencias). Traducción de José Jesús Fornieles Alférez | por Juan Jiménez García
Extraño personaje este Robert Graves. No es ya que escribiera más de un centenar de libros (algunos de ellos instalados en la posteridad, como Yo, Claudio o Los mitos griegos) o que acabara pasando su vida en la pequeña población mallorquina de Deià (salvo un paréntesis durante la guerra civil). Tampoco su vida personal, con sus mujeres y sus innumerables hijos. Era un poco todo. Todo ese poeta (como al él le hubiera gustado ser considerado) del que recordamos, como decíamos, muchas cosas menos seguramente su poesía, ese hombre entregado al estudio y a la escritura en un rincón apartado del mundo, de una erudición y memoria prodigiosas, corrigiéndose una y otra vez, mientras los días iban pasando.
Graves tenía mucho que contar. O al menos algunas cosas. Alejado de mucho, su obra, sus temas, lo eran todo. Confluencias, con su colección Conversaciones, sigue empeñada (afortundamente) en dar la voz a los propios protagonistas, a través de entrevistas o de algún texto escrito sobre ellos, en clave muy personal, por otros.
Uno de esos textos sería el de Virginia Woolf extraído de sus diarios, en el que el entonces joven escritor no sale muy bien parado en sus impresiones (No, no creo que llegue a escribir una gran poesía, pero ¿qué quieren?), aunque le reconozca una sensibilidad (después de llamarle pelmazo). Otro, yéndonos sesenta años más adelante, serían unos apuntes de Jorge Luis Borges de una visita que le hizo, en compañía de Maria Kodama, con motivo de su próxima muerte, a la que el escritor irlandés se ofrecía sin resistencia. Entre ellos, hay curiosidades como Juan Bonet intentando reconstruir una conversación que mantuvo con él a través de unas notas encontradas (de ellas nos quedará su poco aprecio por Aldous Huxley, su recuerdo de Eliot y su insistencia en considerarse poeta por delante de una prosa que no aprecia).
Además, estarán las entrevistas y conversaciones, entre ellas, un amplio diálogo con Gina Lollobrigida, en 1963 (sí, con una de las divas del cine italiano de entonces), en una charla que tiene algo de disparatado y en el que acaban confundiéndose los papeles. Quizás por eso, acaba arrojando una intimidad y más de un apunte interesante en el que conversaciones más profundas no acaban de entrar (por ejemplo, la complejidad de la lengua inglesa). En el extremo contrario estaría la que le realizan Peter Buckman y William Fifield para The Paris Review, bajo el nombre de El arte de la poesía, en la que se repasa no solo su obra (empezando por una pieza fundamental, que atraviesa todo el libro, como es La diosa blanca), sino su método de trabajo, sus lectores, sus lecturas, sus razones (escribió Yo, Claudio, por ejemplo, para pagar su casa de Deià), en fin, su vida misma, su manera de afrontar la vida.
Con los pies en el aire (que así se ha llamado al libro) se convierte entonces en un perfecto complemente para encontrarnos con el hombre, considerando que tras esa obra inmensa (en extensión y, de cuando en cuando, en resultados) se encuentra él como persona, y que sí, que podría ser accesible a través de los numerosos escritos sobre él o de su propia autobiografía (escrita, atención, cuando tenía treinta y cuatro años y llamada, significativamente Adiós a todo eso… y digo significativamente, porque todo eso es lo que quedaba atrás tras su marcha a España). Pero queda la convicción de que hay algo, aunque solo sea un puñado de sensaciones, que solo pueden ser aprehendidas a través de nuestras propias palabras. Las suyas.