Los últimos días, de Raymond Queneau (Gallo Nero) | por Juan Jiménez García
Saquemos los libros de historia a la calle… Un poco de historia nos vendrá bien: Raymond Queneau abandona Le Havre, lugar de nacimiento y desarrollo inicial. Deja allí su famoso puerto y sus famosos barcos con sus famosos marineros (leer Un duro invierno, inspirada por su padre) y se traslada a París para estudiar Filosofía en la Sorbona. Año 1920. Hacia 1924 empieza a frecuentar el movimiento surrealista, del que acabará formando parte hasta su abrupta ruptura en 1929, participando en el asesinato, palabras mediante, de un cadáver llamado André Breton. Hasta aquí, brevemente, la vida. Habrá que esperar unos pocos años para que esta vaya al encuentro de la literatura: Queneau narrará su época de estudiante en Los últimos días, y sus tiempos de surrealista en Odile. Escribirá ambos libros a la vez, y si los leemos en orden (e incluso en desorden), nos sentiremos invadidos por una melancolía tal que nos parecerá haber sido él. Su historia no deja de ser nuestra historia: su historia es no tener historia, más allá de esos días que pasan, bellos, tristes, irremediablemente perdidos, hasta la aparición de Odile y su elección (esa tragedia que marca nuestra juventud), en un puerto. Con lo cual podríamos decir, parafraseando a Chris Marker, que aquel tiempo fue el que discurrió desde un puerto hasta otro.
Los últimos días, publicada por Gallo Nero, a diferencia de Odile, apenas oculta su carácter autobiográfico (algo que por otra parte marca su obra como escritor). Tusquedenne, el personaje tras el que se esconde el autor, llega a una ciudad que desconoce y le resulta complicado hacerse a ella. Quizás nada es lo que espera, y sus encuentros con otros estudiantes (muchos venidos también de Le Havre) son decepcionantes (y cambiantes). Cansado de ellos, se entrega a los libros, a la lectura, así como a los paseos ociosos, convencido de que nada fuera de eso tiene importancia, más que perder la virginidad (y total, una vez hecho, tampoco era gran cosa). Por aquel entonces Landrú era juzgado y condenado por el asesinato aprovechado de unas cuantas buenas señoras, y Queneau atraviesa su época lleno de dudas y con pocas o ninguna respuesta, mientras sus aventuras (cuya intensa emoción viene del hecho de buscar un significado a eso de vivir) se alternan con los más variopintos personajes, que van desde sus amigos hasta el señor Martin-Martin, un estafador de bajos vuelos y varios nombres, pasando por un camarero capaz de leer el futuro en el movimiento de los planetas, Alfred, lectura que perfecciona con el único objetivo de salvar la memoria (y la fortuna) de su padre.
La pequeña historia (es decir, aquella que ocurría mientras Landrú perdía su cabeza), en las calles, en los cafés, a la vuelta de las esquinas, esos últimos días, finalmente irán haciéndose más y más espesos. Poco a poco, los destinos de todos nos llevarán a aquello que marca, después de todo, nuestras vidas, seamos quienes seamos y tengamos los nombres que tengamos, verdaderos o falsos: la vida y la muerte. Tusquedenne buscará la vida (puesto que intuye que no puede ser aquello que está viviendo). Un viejo profesor de geografía, el señor Tolut, compañero de partidas de billar del estafador Brennuire, atormentado por la idea de haber sido un farsante que enseñó algo que desconocía (puesto que nunca había viajado), llevará su obsesión hasta otra aún más profunda, más demoledora, el miedo a la muerte, una muerte que piensa evitar durmiendo sentado. Estos dos destinos (vivir/morir), se irán convirtiendo con el paso de los días, los bellos y los feos, con las hojas caídas (como manos cortadas, que diría Apollinaire), en un poso melancólico, triste y gris como el tiempo, que solo tendrá su verdadero final (uno de los finales más bellos de la literatura) en Odile, cuando ya todo habrá quedado atrás, y la salida ya no sea escapar escondido bajo unos libros o dejándose caer en las terrazas de los cafés, sino ser. Sin más.
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