Llega el rey cuando quiere. Conversaciones sobre literatura, de Pierre Michon (Wunderkammer) Traducción de María Teresa Gallego Urrutia | por Óscar Brox
En el prólogo a la doble edición de Mitologías de invierno y El emperador de Occidente, Ricardo Menéndez Salmón describía a Pierre Michon como una suerte de gestor de la belleza. Indudablemente, la escritura de Michon ha quedado unida a un paisaje y unas vidas, a menudo discretas, a través de las cuales retratar esa genealogía de la belleza, de esa propiedad que nos hace amar las cosas. Michel Foucault lo definió acertadamente al decir de ese trabajo que se fundamentaba en “insistir en las meticulosidades y azares de los comienzos; prestar una atención meticulosa a su irrisoria mezquindad; darles tiempo para ascender del laberinto en el que jamás verdad alguna los ha tenido bajo custodia”. Palabras que resuenan cada vez que Michon evoca las vidas minúsculas del factor Joseph Roulin, de Lorentino d’Arezzo, la madre de Arthur Rimbaud o de los habitantes de una región del Macizo Central Francés.
Llega el rey cuando quiere, que inaugura la colección áurea de Wunderkammer, recoge una serie de entrevistas a Pierre Michon en las que se desmenuzan los entresijos de su obra. Al tratar un arco de casi dos décadas, de 1989 a 2005, la colección de impresiones sobre la obra michoniana varía, prácticamente, al ritmo de la escritura de su autor. De hecho, resulta curioso encontrar al escritor de Cuerpos del Rey, devoto de Faulkner -intento poner mi voz donde Faulkner puso la suya […] ¿Quién habla? Me quedo corto si digo que siento una íntima cercanía con esas preguntas: Son mi vida misma-, proclamando su fervor por un Borges al que sitúa en lo más alto de sus querencias literarias; Faulkner, al fin y al cabo, no pudo vencer su alcoholismo. O su vindicación del formato breve de sus textos como un goce de la totalidad abarcada, frente a los cortes e interrupciones lectoras que reclama la experiencia de la novela. Por mucho que sean frecuentes las cuestiones en torno a su forma, casi elíptica, de acercarse a personajes relevantes de la Historia de la cultura. A ese Watteau, por ejemplo, nombrado solo al final de la última página. O a un Van Gogh cuya aspiración de colmar sus pinturas de eternidad se ve realizada tras la postrera petición de Joseph Roulin de conservar su nombre antes de deshacerse del cuadro que pintó.
Es particularmente notable el desenfado, tintado de indudable sarcasmo, con el que Michon se acerca a la gravedad de su obra. Particularmente, a través de conceptos como la liturgia (la literatura como forma bastarda de la oración), o de Dios, que el autor de Los once teje en sus ficciones, más que por afán de trascendencia, por la magnitud que desprenden sobre las cosas. Por su fascinación. Por su encantamiento. Y eso que en este retrato de Pierre Michon, escritor, abunda ciertamente la desdramatización de su figura literaria: el recuerdo de esos primeros años de dificultades económicas que acabaron con la publicación de Vidas minúsculas; sus comparaciones con los pintores de corte, capaces de trasladar belleza a los encargos -sin ir más lejos, el de Rimbaud el hijo; o su interés por deslocalizar el corpus literario de las regiones del país en donde ha transcurrido la mayor parte de su vida -tampoco tendrá empacho en reconocer que las becas para escribir condicionan el origen de parte de sus obras.
Como sucede con Pierre Bergounioux, Pascal Quignard, Antoine Volodine -este, además, parapetado tras sus numerosos alias- o, con anterioridad, con escritores secretos como Louis-René des Forets, uno tiene la sensación de que la fuerte ligazón que describe Pierre Michon con su obra opaca su figura literaria. Su lugar en unas letras francesas en las que resulta difícil encontrarle parentesco. Tal vez Echenoz, cuando se disfraza de retratista en sus novelas breves. Y eso que, como el propio autor señala, no son pocas las veces en las que sus personajes hablan de sí mismo -o así lo quiere pensar cuando habla de su Watteau, incluido en Señores y sirvientes. A mí, sin ir más lejos, siempre me ha parecido verlo en la mirada furtiva de El rey del bosque, curioseando el paisaje humano en un alto del camino. Sea como sea, Llega el rey cuando quiere es un excelente recorrido por el itinerario de Pierre Michon, desde sus inicios hasta, prácticamente, la actualidad. Y si bien, entre todo el conjunto, conviene destacar el ciclo de entrevistas con Pierre-Marc de Biasi (con esa hermosa vindicación de la Biblia como mito y fecundación de su imaginario literario, más allá de la cultura clásica y las lecturas homéricas), lo cierto es que cada acercamiento a Michon contribuye a pulir las aristas de su figura en el panorama de las letras francesas.
Gestor de la belleza -véase el extraordinario relato de las técnicas de Piero della Francesca, a la altura del hermosísimo retrato que escribió Quignard sobre De la Tour en su Oficio de tinieblas-, genealogista de las regiones olvidadas de Francia, la voz de Michon resuena, cómoda y socarrona, sensible y literaria, en cada una de las páginas que componen esta pequeña gran edición que acerca, si cabe un poco más, su obra fundamental. Su búsqueda de un lugar, de unos personajes, de unas costumbres y una liturgia. De una belleza. De esa propiedad que nos hace amar las cosas.