La puerta de los ángeles, de Penelope Fitzgerald (Impedimenta) Traducción de Jon Bilbao | por Almudena Muñoz
¿Por qué abundan en los laterales de las iglesias, los baptisterios y los hospitales de expósitos arcos y capiteles decorados con ángeles, querubines rechonchos o adolescentes que escudan el gesto altanero en melenas pasadas de moda, custodios de puertas cerradas? Rincones en los que no se detiene ningún fotógrafo aficionado, porque las jambas nunca se libran de esa silicona del tiempo, emplasto de maderas combadas, detritos y, probablemente, inutilidad. Tan divinos muchachos deberían trompetear a bienvenida, servir de guirnalda a cajas oblongas que salen y a novios que entran; y, no obstante, ahí continúan aplicando la sentencia más dura de San Pedro. Nadie conoce el paradero del último par de llaves y, por dentro, quizá se apoye en las hojas de la puerta un óleo sucio y cajas de cartón llenas de cirios.
Sería comprensible que, ante ese transcurrir al margen y sin propósito, los angelitos hicieran chirriar las piedras, los bronces y las tallas de las que están hechos. En un college que no existe, también hay una puerta cerrada, aunque no es necesario recurrir a la imaginación para que en las pequeñas ciudades universitarias se imponga al visitante esa regla rígida e invisible que le impide el paso a un secreto, a todas luces anticuado y consumido dentro de su levita. La valla que cerca a una manada de ciervos sagrada, el portón que sólo atraviesa un decano en días festivos, o los umbrales vedados al sexo femenino, como ocurre en este Cambridge medio fantaseado por Penelope Fitzgerald. Y sólo a medias, porque la escritora inglesa aborda sus historias como si estuviese a punto de despertarse o quedarse dormida; esa lengua de trapo que otorga una lucidez nueva a lo vulgar y cotidiano, cuando la puerta de los ángeles consigue abrirse.
Fred y Daisy se miran desde los laterales de una vida que han escoltado con melancolía; de golpe y porrazo, además literalmente, se convierten en ángeles caídos que no renuncian a su inocencia. Si caen, la trayectoria no estará motivada por cierta atracción hacia lo opuesto de jóvenes esforzados, dedicados, ejemplares, sino por un exceso de virtud que Daisy y Fred aplican siempre en su sentido más recto, uno que no tiene cabida práctica en la realidad y resulta indiferente a los demás y dañino para ellos. Aprenden a ser egoístas, en especial entre ellos, espíritus del mismo material cariado, mientras siguen regalándose en exceso a los seres queridos que no quieren tanto, a los círculos profesionales regidos por bufones y juglares. Este ambiente tan propio de Robertson Davies, sobre todo de su trilogía de Cornish, es maravillosamente evocado por las ligeras cosquillas de Fitzgerald, siempre tan capaz de describir múltiples planos a través de objetos corrientes, como un modelo de bolso Jemima o un pequeño despacho. Sus alusiones históricas pueden meter el pie en la cuneta de las erratas, sea este tropiezo adrede o no, y a pesar de ello, los radicales cambios de época y ambiente en cada una de sus novelas se desenvuelven con la fluidez de los escenarios que rotan a la velocidad del aplauso.
Ese sonido de palmas que Fred y Daisy no han escuchado nunca; lo más probable es que tampoco lo hayan dedicado. Los rodean chasquidos de lenguas, indignadas e insatisfechas, que sólo emiten la queja y no aventuran el cambio. Fitzgerald no teme enfangarse en el debate de la ciencia, y reúne a esa calaña de académicos de la teoría que han montado un encuadre del mundo a su medida, de tal forma que al revelar sus falsedades se hace necesario dar bofetadas a la mentira moribunda, en lugar de desmontar el edificio de las creencias para armar otro nuevo. Eso significaría dejar sólo en pie la puerta de los ángeles, y a alguien se le ocurriría, ¡al fin!, rodear los prejuicios para entrar en el mundo de los sentidos. El terreno que se abre durante la siesta de la razón. En los ratos libres de profesores que dan paseos en bicicleta, enfermeras que roen chocolate y rectores que quieren hacer pasar por auténtico el cuento de hadas que han ido tejiendo durante años de reclusión. He aquí, de nuevo, la silueta del canadiense Davies, contando los relatos fantasmales de Espíritu festivo (1982), o de M. R. James, el autor y recluso universitario en quien se inspiró realmente Fitzgerald.
A ese espacio, o tiempo, entre el sueño y la verdad pertenecen tanto la tragedia como la escena bufa como los relatos que no parecen haber requerido trabajo para ser creados, como tampoco se invierte en consumirlos velozmente, con buen apetito. La época de este Cambridge tragicómico, 1912, es aquella que ya ha sobrepasado los soportales de la moral victoriana y que aún no ha atravesado las pruebas de la guerra y la depresión económica, pero que aun así posee todos esos rasgos del pasado y del futuro y la hace tan cercana, si no gemela, a nuestro contexto. El presente siempre congelado, como un candidato a cualquier rama del conocimiento o un angelote de esmalte, estéril, ridículo, adorable; la más afectuosa de las novelas de Penelope Fitzgerald.
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