De senectute politica, de Pedro Olalla (Acantilado) | por Óscar Brox
¿Envejecen nuestras sociedades de vocación democrática? ¿De qué manera podemos renovar un compromiso con la calidad democrática de estas? ¿Cuál es el papel del envejecer dentro de un tejido social como el contemporáneo? Estas, y otras tantas, podrían ser las cuestiones oportunas para abordar el tema de los valores culturales y el estado de las democracias occidentales. Pedro Olalla decide hacerlo a través de un diálogo con la obra de Marco Tulio Cicerón, estableciendo una serie de paralelismos en torno a la idea del envejecer y su eco, o lo que queda de todo ello, en la actualidad. Un diálogo o una carta sin respuesta, elogio y a la vez lamento por una tradición filosófica que se diluye a medida que nuestras vidas se dejan llevar por el ímpetu del progreso y la ceguera mercantil, atrapadas en enjambres digitales en los que la fuerza transformadora de un colectivo queda ahogada entre la pasividad y la insignificancia.
Señala Olalla que uno podría pensar en la tercera edad como una creación de nuestra época, dado el progresivo envejecimiento de las sociedades. Y, sin embargo, lejos de ese pensamiento, la sensación le conduce a preguntarse cuál ha sido el destino de aquel ars vivendi, el saber si en verdad vivimos bien, y qué queda de la actitud vital y el carácter de las personas. Y, todavía más, qué calado tiene esa actitud en algunas esferas determinantes: si somos o nos vemos capaces para desarrollar un ímpetu transformador que permita a los engranajes de una sociedad, o de una época, actualizarse y avanzar sin perder de vista la dimensión humana de las cosas. Porque, no en vano, se trata de un empeño ético y político que nos permite evaluar la calidad de esas viejas democracias que en los últimos años hemos visto renquear, cuando no hincar la rodilla y admitir su fracaso. Su intervención y rescate económico. Su fractura política capaz de otorgar la res pública al fascismo ideológico (véase, para más señas, la actualidad de la política italiana de este último lustro).
Así, Olalla pone su empeño, en primer lugar, en desmenuzar las múltiples ramificaciones de un concepto como el envejecer, desde lo puramente biológico a lo cultural, entrelazando sus reflexiones con las de un Cicerón que funciona como eco. Como esa figura, semejante a la de Platón, que invita a elaborar un diálogo en busca de un objeto común. Que nos ayude a pensar en el trayecto de nuestra Historia reciente. Sus cambios. Sus pasos en falso. Su ímpetu transformador. Y, también, su voluntad de transgresión. De hecho, es el propio autor quien pone en la picota la impunidad de esos nuevos imperios que trituran bajo uniones y adhesiones de carácter mercantil los valores democráticos fundamentales. Valores, claro, que resultan ejemplares para una vejez capaz de no sentirse engatusada por ese discurso avasallador; una vejez que todavía cree en la dignidad y la realización del hombre, frente a la dominación que imponen los imperios larvados al calor de acuerdos ventajosos para una porción de la sociedad.
En cierto modo, se podría decir que Olalla lleva a cabo un análisis de situación para invitarnos a recuperar esa sana instancia crítica, hija de un pensamiento algo más madurado, también tolerante, que nos enseñe a evitar que nos den gato por liebre. Frente a la tentación de enfrentar la juventud a la vejez, el autor nos invita a tender puentes, realizar un ejercicio de polinización cruzada, entre lo que ambas pueden aportar. El ímpetu y la capacidad de reflexión. La transformación y el reconocimiento de la dignidad. En suma, el pegamento democrático necesario para insuflar una serie de valores borrosos, por efecto de las heridas del tiempo, cuya recuperación contribuiría a mejorar el mapa político de un continente demasiado dividido en sus numerosas fronteras.
Por ello, cabe decir que Olalla aportar un ejercicio de mínima filosofía (que no de filosofía menor) para tratar de reactivar las parcelas olvidadas del pensamiento europeo, insinuándonos a través de su lectura de la senectud el orden de valores, el ethos y el saber vivir cuyo poso hemos sacrificado al entregarnos descaradamente a las ideas de un progreso vacío, sin calado humano, que nos ha conducido hacia el precipicio de la indiferencia y el discurso neoliberal. Una carta filosófica, relectura ciceroniana, que pone en el candelero la visión de la vejez como ejercicio de dignidad democrática. De instancia crítica y figura reconocible en una arena política que necesita más ímpetu y menos imperio. Más diálogo y conciliaridad (reconocernos cada uno en nuestras diferentes culturas) y menos corrosión del carácter y del ethos democrático.