Voss, de Patrick White (Impedimenta) Traducción de Raquel Vicedo | por Almudena Muñoz
Se dice que una obra es impenetrable porque su autor ha volcado en ella demonios internos, pensamientos de toda una vida y crisis existenciales a las que no ha querido dar forma más concreta, por exponerse menos. O bien porque el autor ha dado con una forma muy concreta, un protagonista rotundo y vigoroso, y prefiere disolver su voz tras esa silueta, más fascinante y compleja que la de un escritor corriente.
Se dice que algunas obras son más grandes que la vida misma, o que son reflejo de su paisaje: Moby Dick debe ser por momentos un preciso tratado sobre ballenas, con tacto de libro desgastado y cabo impregnado en brea. Guerra y paz tiene que extenderse tanto como el tablero de batalla napoleónico o como un salón de baile en el palacio del zar. Voss, que no por menos popular es menor hito de la literatura australiana, se despliega como un desierto seco, espinoso, apabullante y sin promesas. No es fácil adentrarse en el desierto, y no es extraño que muchos personajes al comienzo del libro se pregunten por qué un puñado de hombres por lo demás razonables y sanos querrían arriesgar su pellejo en un paraje sin agua, dios ni carne.
Tampoco es una lectura que invite de buenas maneras a cualquier lector, a pesar de que la historia comience precisamente con una invitación poco deseada, en un saloncito coqueto con jerez y galletas. Enseguida el libro, Voss, se vuelve rudo, cortante y de difícil trayecto. Como Voss, el explorador alemán con el que Patrick White homenajea a Ludwig Leichhardt, naturalista prusiano, es “más estatua que hombre” y comienza la tarea de desentrañar si hay más de humano que de ídolo en él, y si su cuerpo es de un material irrompible, como le gustaría a su autor, o cercano y comprensible, como quisiera el lector y esa Laura que se transforma en amor platónico, imposible pen pal y estrella guía.
Voss no es lo que pudiera prometer a quien busque una novela repleta de aventuras, descubrimientos, camaradería y fascinación exploradora en la todavía casi virgen Australia del siglo XIX. No lo es, quizá, porque Voss no está tan interesado en atravesar el desierto por motivos botánicos, geológicos y ornitológicos como por mantener un diálogo con la divinidad. Las imágenes de Patrick White son lo bastante cristianas como para poder interpretar todo el libro como un retablo de iglesia. Sin embargo, aunque White diga de Voss que las gentes preferían “fundirlo en bronce a indagar en su alma”, puede que Voss y Voss sea algo más que un Cristo de metal.
Es posible que el alma esté en la ballena, y no en Ahab. En un viejo roble, y no en la Batalla de Borodino. El desierto australiano podría ser el auténtico protagonista del viaje de Voss, por mucho que sus reflexiones místicas roben el discurso y que su oscuro carácter quiera despistar sobre la complejidad del paisaje. El White más poético y plástico está en los muelles de Hunter Valley, en los picnics infestados de insectos y bambúes, en el aroma entre dulce y podrido, lirio y pescado, de la costa del mar de Tasmania.
Leer Voss es atravesar un desierto, tal vez no una imagen literal del oeste australiano, pero sí la misma sensación de debatirse entre la sed y el hartazgo, el oasis y los huesos. Quizá Patrick White estaba más interesado en el hombre que en la tierra. Sabiendo que es imposible dominarla, no le quedó más remedio que moldear una estatua, de sal, escasas gotas de lluvia y arena, llamarla Voss y esperar a que alguien la descubriera, la adorase, la repudiase, le colgara metáforas y premios, dijera que es un libro más extenso que su propio tema y lo dejara a merced de sólo unos pocos creyentes, ateos o aventureros.