La hierba de las noches, de Patrick Modiano (Anagrama) Traducción de Mª Teresa Gallego Urrutia | por Óscar Brox

La hierba de las noches | Patrick Modiano

Patrick Modiano es de esa clase de escritores a los que alguien podría imaginar vagabundeando entre las calles y bulevares que surcan su obra, anotando en un pequeño cuaderno cada detalle que observa, cada cambio y cada resto del pasado que permanece intacto. No en vano, sus libros se escriben con el aliento de la memoria, como si en cada página llevase a cabo una excavación en lo más profundo de sus recuerdos. A buen seguro, Modiano suscribiría aquella reflexión de Georges Perec que decía que la escritura era un medio de preservación de las cosas, una de las mejores herramientas para retener su vida. La hierba de las noches, la última de una larga lista de novelas que publica Anagrama, explora el territorio de la memoria y la evocación del pasado bajo el aire de un relato policial en plena década de las revoluciones sociales en Francia.

Una calle y una chica, un recuerdo y un vacío. Entre una parte y la otra median casi cuarenta años de vida, transformaciones urbanas y políticas, éxitos, desengaños y el lento avance de la vejez. Modiano cede sus palabras a Jean, el narrador, para que le acompañemos durante un paseo por el casco viejo de su vida, aquel que parpadea intermitentemente cada vez que pone sus pies sobre algún lugar de su pasado alterado por el tiempo. Un colmado, una modesta cafetería, el banco de un parque o la habitación de un hotel se arraciman en torno a su protagonista como líneas discontinuas de una historia apuntada en un cuaderno de notas. Alguien podría pensar que la labor de Jean es la de un detective de la memoria, que toma las piezas desperdigadas y recompone la imagen que falta. Sin embargo, a su autor parecen interesarle más los mecanismos de aquella, cómo se manifiesta un poco caprichosamente, tanto tiempo después, cuando todo estaba prácticamente olvidado. Como un sueño que no lo es, como una alucinación que superpone los espacios de su juventud con los de su vejez, en una suerte de túnel temporal que permite a Modiano adentrarse en ese vacío que nunca tuvo final, en esa ausencia que, simplemente, dejó correr con los años.

Mientras evoca sus días con Dannie, Jean se pierde en las anotaciones de su bloc y en la Historia social de París, entre su revuelta sentimental con la mucha y la revuelta popular que en aquel momento pugnaba contra el paternalismo francés al norte de África. Modiano describe la primera con una cuidadosa ternura, como si realmente se tratase de su propia experiencia. Sin preguntas delicadas o comprometidas, a pesar de los secretos que caracterizan a la chica, desde ese aire de fragilidad que concede el recuerdo, como si cada encuentro en la calle o en su habitación pudiese ser el último. Tan volátil, tan precipitado, como la juventud parisina; tan indefinido como el mismo Jean, apenas un adolescente enamorado que recorre cada palmo de la ciudad con el ímpetu, devorando cada experiencia sin siquiera paladearla lo suficiente. De eso ya se encargará el tiempo, dirá Modiano, la llave secreta que entresaca cada pedacito perdido y lo expone a la frialdad del archivo, desnudo de cualquier emoción pueril, como aquello que ha sobrevivido al incendio de la madurez.

El vacío y la chica, el amor y la vejez. A ratos, Modiano demuestra más cariño por la ciudad que por su juventud, tras esa mirada que escruta los barrios con la precisión de un urbanista. Sin embargo, su escritura hace de ambas un paisaje en construcción, moldeado con las mismas palabras, donde el enamoramiento responde tanto a Dannie como al encanto de aquel París. París, sí, un espacio inquieto, irregular, detestable e imprescindible, cuyos caminos sinuosos reproducen los senderos de la memoria, el parpadeo del pasado, el rostro de aquella muchacha o el impulso juvenil de aquella versión adolescente de su narrador. Porque, ante todo, Modiano tiene un objetivo: ser capaz de insuflar a su relato, a su retrato, a su descripción, a su ciudad, la misma pasión que sintió, el mismo arrebato que atrapó, por una muchacha. De ahí esa especie de trampa que planea durante la novela, en la que la pesquisa policial archivada en una carpeta representa el punto final de un sueño, de una edad y de un tiempo, de todas aquellas sensaciones que el viejo Jean descubre arremolinadas sobre las calles de su pasado.

Patrick Modiano ha hecho de su obra literaria lo más parecido a una pala que cava sin cesar sobre el suelo de su memoria. A veces curioso, a veces melancólico, el estilo del escritor francés oscila entre ese vago aire de suspense rociado con múltiples elipsis, como si se tratase de un misterio que nadie quiere resolver, y una elegía por el tiempo que se nos escapa entre los dedos. Una calle, un rostro, un beso, una caricia perdida, un instante capturado y escondido con tanta destreza en lo más recóndito de nuestro interior que solo un encuentro casual puede devolver a la luz. Porque Modiano, quizá, es de esa clase de escritores que entienden la literatura como un depósito, como ese museo de las palabras que no queremos volver a utilizar, cuya función ha quedado convenientemente delimitada en nuestra historia. Quien dice palabras, dice experiencias. Por eso La hierba de las noches tiene un regusto triste, adulto, cauteloso, cada vez que se acerca al pasado. Frente al éxtasis de aquella juventud, piensa Modiano, queda esta vejez. Y la única certeza a esa edad, pensamos nosotros, es que nos gustará recordar las cosas a nuestra manera. Sin anotaciones, sin archivos desclasificados. Solo con ese impulso lejano que se agita en nuestro corazón cuando creemos haber soñado lo que, sencillamente, vivimos en algún momento.


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