Tantas mentiras, de Paco Inclán (Jekyll & Jill) | por Juan Jiménez García

Paco Inclán | Tantas mentiras

El mundo es pequeño y si uno se toma las molestias necesarias puede ser reducido a un puñado de páginas. Como esa primera novela en la que uno, quitando de aquí y de allá logra dejarla reducida a una única página. Desde el momento que no podemos llegar a todo, una parte puede ser suficiente para contar algo, una idea de ese pequeño mundo, pongamos. Solo hay que elegir y, luego, distorsionar la realidad, forzarla, realizar las contorsiones suficientes para que esta llegue a decir algo. Algo que queríamos decir. Y también aquello que no hubiéramos querido decir. Algo. Eso podría ser el libro de Paco Inclán, Tantas mentiras. Y entre todas esas mentiras, una verdad luminosa: qué ediciones más bellas hace la gente de Jekyll & Jill.

Paco Inclán decide llevar una vida de aventuras. Bueno, tal vez no. Es una cuestión de circunstancias, pero las circunstancias también hay que buscarlas. Lanzado a los caminos, embarcado en variopintos proyectos, un tiempo puede estar en Ecuador, otro en Barcelona, otro aquí cerca, en Godella, su pequeña patria. Las razones difieren y los países son lo que son, incluso cuando no son ni países ni nada. La realidad, como siempre, está en otra parte. En los rincones remotos o las cabezas perdidas de la gente. La gente. Hay en todos ellos como una persistencia que los deja en sus asuntos, asuntos atemporales. Ya sea investigar hasta la extenuación la pelota vasca o hablar de almorranas, ya sea perderse en rutinas con algo de secreta fórmula matemática o de geometría poco variable.

Su viaje literario comienza en la embajada de Ecuador. Ecuador es un país famoso porque en su embajada de Londres tienen a un huésped llamado Julian Assange. Esa prueba de humanidad no es extensible a cualquiera, y quedarse en el propio país no es tan fácil, ni con carnet falsificado de periodista, la última moda. Una vida de aventuras es cualquier cosa, en este mundo devaluado. Conseguir un visado, cierto, pero también bajar una opresiva cremallera atascada. La sordidez de una habitación de motel fronterizo puede ser lo más cercano, por inquietante, aunque uno luego esté en Guatemala y nunca pase nada, por muy noche que sea y por muchos noticieros que haya visto. Una Guatemala sobrevalorada. En realidad el mundo está sobrevalorado. No hay nada emocionante, luego las emociones son cosas cotidianas, de andar por casa.

Pensemos en el Subcomandante Marcos. Nuestro protagonista se lo encuentra convertido en una estrella del rock que no canta nada, solo se lamenta. En una narración hilarante, suenan los viejos temas como viejas canciones. En un tiempo sin gigantes, tenemos que coger los héroes de cualquier lado, como las aventuras. Un marquista, un pintor, esconden tragedias aún más grandes, pero a nadie importan, más que a ellos. Y tal vez ni eso.

Así, cuando nuestro narrador acaba en un rincón agreste de California, debidamente ubicado para hacer de él un artista de provecho, un escritor, acaba convertido él mismo en obra de arte posmoderna gracias a la modernidad cristalina que entrega jaulas en vez de casas. Expuesto al mundo, dispuesto a recoger lo que le lancen, no hay enseñanza mejor que esa del artista como joven monito.

Tratado de perplejidad, de irónica perplejidad, obra abierta al mundo, sueño cerrado, pesadilla abierta, cruce de caminos que no llevan a ningún sitio, mitologías caducadas (pero que aún se pueden comer, sin miedo), cotidianidades extraordinarias, odiseas en pantuflas,… Como en esa última novela que cierra el libro, el proceso ya no consiste en escribir sobre nuestras pobres vidas, sino en (des)escribirlas, hasta que ya quede nada, más que lo esencial. Un puñado de mentiras, alguna verdad.


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