Un hijo de nuestro tiempo, de Ödön von Horváth (Nórdica) Traducción de Isabel Hernández | por Juan Jiménez García
Del trágico destino de Ödön von Horváth ya escribí con motivo de la publicación de Juventud sin Dios, también por Nórdica. Una rama inoportunamente caída de un árbol parisino acababa con su vida, obra y deriva y se convertía en un destino trágico más, un destino austrohúngaro, como Stefan Zweig o Joseph Roth, aunque sin la nostalgia por el pasado de estos dos. A él, lo que le dolía especialmente, era el presente. Un presente alemán que vivió intensamente desde el teatro (fue uno de los dramaturgos más importantes de aquel tiempo) y, finalmente, la literatura. Juventud sin Dios le había llevado a las hogueras nacionalsocialistas y Un hijo de nuestro tiempo apareció poco después de su muerte, cuando huía, marchaba, hacia el nuevo mundo. Del viejo ya solo quedaba la promesa de una nueva destrucción.
El protagonista de Un hijo de nuestro tiempo no es nadie. Es un nadie que no aspira a ser algo, porque nada conoce. Para él, entrar en el ejército es como hacer deporte, solo que aquí lo que está en juego es algo superior. Algo por encima de todo: la patria. Lo más sublime. Debemos andar sobre 1936 y Hitler ya está por todas partes. Todo empieza más o menos bien. O de ninguna manera en particular. Hasta que llega una guerra inexistente, negada su participación por los alemanes, la guerra civil española. Esa guerra de voluntarios involuntarios. Ahí llegará la muerte y una herida en su brazo que lo cambiará todo. Atrás se había quedado la imagen fugaz de una taquillera en una atracción de feria, el castillo encantando. Y adelante también quedaba eso, en perfecta simetría. Una falsa simetría porque el mundo ha cambiado, él ha cambiado y ni él ni el mundo se quedarán ahí.
El individuo ha desaparecido. El mundo de ahora es una tarea colectiva que debe ser desarrollado contra ese mismo individuo, si es necesario (y vaya si lo es). Podría pensar que Ödön von Horváth tenía malos presagios, muchos, si no fuera porque él ya estaba escribiendo en tiempos de certezas. Ese hijo de su tiempo, preparado para afrontar las necesidades de ese mismo tiempo, se va quedando progresivamente paralizado, invadido por un frío profundo que avanza más y más en su interior, un interior ya vacío, en el cada vez resuena con mayor claridad su propia voz, esa voz interior que dialoga con él a lo largo de toda la novela. Porque ese es el recurso del escritor. Esa diálogo consigo mismo de ese joven que envejece día a día. Hubo un tiempo, al principio, en el que uno podía creer en el heroísmo. Una estrella más de plata era algo, algo más en dónde nada había. Una chica trazando líneas en la taquilla de un espectáculo de feria, la promesa de una mujer, tal vez de una vida compartida. Un acto de heroicidad (porque eso es lo que hacen los héroes) el camino hacia una estrella dorada. Hubo. Las puertas del infierno estaban abiertas. No. No había ninguna puerta que atravesar. Un día, el infierno estaba ahí. Con ellos.
Ödön von Horváth ya no vio mucho más. Sobre él no cayó la nieve, escondiendo toda aquella suciedad, sino la propia naturaleza. Un hombre desafortunado. Una vida breve, una obra breve pero persistente. Un escritor de su tiempo.