La profundidad del mar amarillo, de Nic Pizzolatto (Salamandra) Traducción de Maia Figueroa y Magdalena Palmer | por Óscar Brox
Para Nic Pizzolatto, el género negro es una cuestión de actitud. Un sentimiento. Algo que se ajusta a la piel de sus personajes para explicar el porqué de tantas heridas; para dotar de dimensión a los pesados lastres que arrastran durante años y cerrar las pocas escapatorias que la vida les ofrece. Si True Detective se ha revelado como un estudio de esas figuras casi mitológicas dentro de la cultura americana -policías, detectives y malhechores que comparten conflictos y cicatrices-, Galveston aportaba a ese retrato unas pinceladas de romanticismo. De ternura y dignidad. No en vano, resulta prácticamente inevitable sentir una pizca de respeto por esos gigantes con pies de barro; perdedores, ídolos caídos en desgracia que, frente al callejón sin salida, se aferran al último asidero que les queda antes de morir. La profundidad del mar amarillo, la última obra traducida al castellano, comprende una colección de relatos en los que Pizzolatto orilla el noir para centrarse en los personajes. En el siempre difícil proceso de maduración, en la nostalgia que abarca el recuerdo de tiempos mejores y en los recelos que salpican las elecciones vitales más complejas. En definitiva, en todo aquello que tiene que ver con la vida.
El denominador común de todos los relatos es ese sentimiento de vacío que, a la fuerza o por voluntad propia, obliga a sus personajes a mirar continuamente hacia el pasado. Hacia lo que eran y han dejado de ser; tal vez, hacia lo que quisieron ser, pero no consiguieron. Los sueños rotos, los rostros desvanecidos, las deudas de conciencia y los dolores cuyo rastro se extiende por ese paisaje de marismas, extracciones petrolíferas y pueblos de vida sencilla. Visto así, todos son víctimas de su soledad y anhelan, en cada contacto con los demás, una oportunidad para reconectar con el mundo que dejaron atrás. En Dos orillas, uno de los mejores relatos de la colección, su protagonista recibe la noticia de una posible paternidad inesperada y, casi al mismo tiempo, el golpe al conocer la muerte de la mujer con la que mantuvo una relación fugaz. Y, sin embargo, no es capaz de quitársela de la cabeza, de escarbar en lo que pudo suceder, de trabar contacto con los otros dos hombres con los que estuvo, de apartarse de la relación sentimental que tiene en ese momento. Hay una fuerza emocional, latente durante todos esos años, cuya violencia le obliga a abandonarse a ese único pensamiento. Quizá porque esa habría podido ser su vida. Su felicidad deseada. Esa que ahora tan solo es una noticia, dos cadáveres, un golpe seco contra aquel futuro que nunca encontró su lugar. Algo parecido sucede con la historia que da título al libro, La profundidad del mar amarillo, en la que su protagonista acompaña al entrenador del equipo de fútbol del Instituto hasta California, en busca de una hija metida en el mundo de la pornografía. En ella Pizzolatto reflexiona sobre las vidas no vividas; sobre ese poso de amargura que disfrazamos con la satisfacción más banal. Que se revela cuando notamos que apenas hemos salido de los reducidos límites de la ciudad, que todavía conservamos el mismo mote que alguien nos puso en los años del colegio y, si nos descuidamos, el mismo gesto aniñado que la madurez no ha sabido convertir en el rostro de un adulto.
Aquellos lugares que los antihéroes de True Detective recorrían con su coche son, aquí, los escenarios de pequeños dramas. En Busca y captura es el recuerdo del hermano muerto a causa del estrés postraumático lo que desencadena la tristeza de su protagonista, el deseo de ocupar el lugar de aquel. De conferir de un mínimo sentido a su vida, en vez de permanecer impasible en un hogar roto por demasiados dolores. En Tumbas de luz, en cambio, es la marcha súbita de la esposa del protagonista la que dispara la reflexión más angustiosa: ¿por qué se fue? ¿Hizo algo para dejarla escapar? ¿Qué habría sucedido si todo continuase igual? O en La plantilla, en la que la ciega rutina de su protagonista le impide observar cómo su hijo se aleja poco a poco hasta que un buen día no regresa a casa. Hasta que la madre, profesora de primaria, solo puede desear cambiar sus destinos. No perderle el rastro. Hacer lo posible por devolverle a su pequeño entorno casero.
Pizzolatto se revela como un narrador intimista, de trazos sencillos y personajes con fondo. En La profundidad del mar amarillo el género negro apenas tiene una presencia testimonial. No es tanto un elemento de la ficción como un detalle. La economía de las descripciones, los ambientes turbios, la melancolía de los protagonistas, la violencia que irrumpe en la trama como un rayo latente. Se podría decir que esta antología es el trabajo más perfilado de su autor, un mapa sentimental que permite al lector conocer de dónde vienen los personajes de Galveston o de True Detective. No en vano, en el universo Pizzolatto todo el mundo ha perdido algo, se lamenta por alguna cosa o recela de un presente que teme no estará a la altura de sus anhelos. Así es la vida, cada vez que nos ponemos en el lugar del otro o que notamos que el tiempo se ha detenido, y nosotros con él. Por eso los cuentos de esta colección tienen ese poso de nostalgia, esa molesta sensación de que nunca se llega a ser quien uno quiere. En definitiva, de que la vida siempre parece obligarnos a buscar algo, una palabra, un lugar, tal vez una persona, para reconectar con ese mundo que, a cada poco, se nos escapa de las manos.
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