El show de Gary, de Nell Leyshon (Sexto piso) Traducción de Inga Pellisa | por Óscar Brox
A buen seguro, la historia de la literatura negra está plagada de pequeños ladrones y carteristas (pickpockets) que caminan inevitablemente por los márgenes de la sociedad; entre esas sombras que sirven de cobijo y, ya de paso, delimitan su moralidad. O la ambigüedad de esta. Al fin y al cabo, se trata de la visión dramática de unas vidas marcadas por el corto plazo y el pragmatismo más feroz, por la fugacidad y los anhelos frustrados de alcanzar un futuro que nunca llega. Que se agota con el fracaso, las recaídas y las estancias entre rejas. En cierto modo, Nell Leyshon se dedica a vaciar todo ese sustrato de la novela de género, a los personajes y a sus situaciones, para dar con la parte fundamental: la voz del narrador, los sentimientos, la intensidad emocional con la que cifra cada salto de longitud acometido durante las diferentes etapas de su vida. El monólogo brutal en el que Gary dispara a bocajarro cada retazo, cada experiencia, que ha conformado su lugar en el mundo.
Visto así, El show de Gary mantiene un pulso narrativo tan elegante como el del carterista que aprovecha la mínima flaqueza para birlar el dinero de un bolso; tan alocado como el de un ratero arrinconado ante el callejón sin salida; tan honesto como el de un hijo de los suburbios de una Inglaterra thatcherista que siente que ha quemado demasiado rápido sus naves; tan íntimo como el de un personaje que aprovecha cada línea del texto para apuntalar cada palabra que le queda, cada sensación que aún tiene la habilidad de expresar, cada jirón de memoria que todavía no se ha hecho añicos. Que le recuerda su pasado, el retrato de una familia disfuncional y de una adolescencia que le orientaba a toda velocidad hacia los delitos menores. Que no ahorra los malos sentimientos y las pésimas experiencias; los robos fallidos, los golpes cobrados y las esperanzas lastradas por la vida entre rejas. Las de la prisión o las de la mente. Y es que en Gary hay siempre una fuerza catártica, alimentada por las continuas fricciones con su padre que jalonan los breves capítulos, que lleva a su protagonista a reflexionar una y otra vez sobre cada paso emprendido.
El show de Gary arranca con la voz ya madura de su narrador haciendo balance de los constantes tumbos sufridos durante los años. Esa felicidad que apenas ha podido congelar en minúsculos fragmentos, tan efímera que casi la ha olvidado. El retrato penoso de una infancia marcada por las carencias y la violencia paterna. Y el camino torcido hacia la delincuencia al que todos dicen que estaba destinado. Que venía en la raíz, en sus genes. Resulta interesante pensar que el cariño que Leyshon deposita a la hora de cultivar los rasgos de su criatura es análogo a la confianza que le granjea, en tanto que esas ráfagas de sentido común que despierta la voz calmada de Gary dejan al lector bajo la impresión de otro personaje. De otro tiempo y, también, de otras maneras. Ante la contemplación de un ser humano, de un sufrimiento y de una serie de altibajos que aportan tal tridimensionalidad al relato que nos obligan a bucear en nuestras propias respuestas morales ante los dilemas que se nos presentan. Ante cada cruce de caminos, cada decisión tomada, cada alternativa desechada en la que priorizamos otra solución posible.
Pese a su tono hosco, a ratos tan irónico que invita a marcar una distancia, lo que (y como lo) cuenta Leyshon es profundamente conmovedor. La clase de documento en el que sigue, a sol y a sombra, a un pobre diablo en sus avatares vitales. En sus (casi) siempre frustradas salidas vitales y en sus incontables traspiés. Con esa sensación de que su novela es un ensayo sobre el tesón, la testarudez; la típica (y no por ello menos atractiva) inclinación humana a equivocarnos y equivocarnos mientras pensamos que vamos a conseguir el objetivo propuesto. Aunque para ello, como le sucede a Gary, la familia quede reducida a escombros, el trabajo abrace desapasionadamente al delito y el drama del hijo perdido capitalice ese dolor que ni los golpes severos de la vida le habían marcado tanto. Porque Leyshon esculpe en cada una de sus palabras la épica de los perdedores, el corazón de los derrotados y el ímpetu de aquellos que miran demasiado cerca al precipicio. Que siempre están a punto de caer, sin saber si abajo habrá alguien para tratar de salvarlos.
Lo bonito de una novela como El show de Gary es la manera en la que su autora se implica en la biografía de un personaje al que, tal vez, veríamos como una figura más en el paisaje deprimido de las clases bajas. Con qué pasión caza cada momento, ese instante de fulgor que despiden los anhelos y las primeras sensaciones; el amor vertiginoso hacia la única mujer con la que pasa las horas del día, la adicción, el robo, las fugas y las evasiones imposibles de una realidad demasiado hostil. Leyshon escribe como si su novela fuese una cueva, un nido o una raíz que le proporcione a su antihéroe el cobijo que nadie le ha prestado. Saber cómo contar los detalles, los diferentes tiempos y épocas, los estímulos que mueven a cada uno de ellos. Por eso hay tanto pathos en ella, por eso la ternura que se desprende hasta en los momentos más sórdidos. Porque más que las memorias de un ladrón, El show de Gary es el retrato de alguien a quien se lo han robado todo. Que, apenas asoma la cabeza, no tiene nada con lo que enfrentarse a la realidad. De ahí la importancia de la ficción, de las palabras de narrador que anotan cada paso en la biografía de Gary. De ese aliento que, como si se tratase de un gran héroe, aportan el estímulo para llegar a eso tan precario, pero a la vez tan hermoso, que todos nos marcamos conseguir en algún momento: tener una vida. La vida de Gary.
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