El ala izquierda. Cegador, I, de Mircea Cãrtãrescu (Impedimenta) Traducción de Marian Ochoa de Eribe | por Óscar Brox
No cabe duda de que la tarea editorial de verter al castellano la obra de Mircea Cãrtãrescu nos ha situado, como lectores, en un lugar privilegiado, puesto que nos ha permitido indagar en las diferentes facetas literarias del autor rumano. Del erudito capaz de erigir, en El levante, un monumento a la poesía transilvana al escritor satírico de Las bellas extranjeras; del tejedor de relatos de Nostalgia al autor simbolista de Lulu. Hay muchas versiones de Cãrtãrescu y, sin embargo, todas convergen en el mismo lugar; casi, en el mismo momento. En esa mirada infantil, al borde de la adolescencia, que divisa desde la ventana panorámica del apartamento de Stefan çel mare las ruinas de una Bucarest triturada por el comunismo. Stefan çel mare, Floreasca, Silistra, nombres que se repiten en los párrafos de Cãrtãrescu como si se tratase de un conjuro, puertas de acceso no tanto a un ejercicio de rememoración como, según el propio autor, de imaginación.
El ala izquierda comparte no pocos puntos en común con El ojo castaño de nuestro amor, Lulu o cualquier otro texto en el que Cãrtãrescu retoma los temas de su pasada para construir una suerte de genealogía. De enorme árbol familiar, repleto de imágenes escatológicas, en el que las raíces del autor se confunden deliberadamente con las de la ciudad y la cultura rumana que lo ha amamantado. De ahí, precisamente, la viveza con la que recrea ambientes y lugares, con la que añade capa tras capa de detalles hasta conformarlos a imagen y semejanza de sus recuerdos -como haría Bruno Schulz en Las tiendas de color canela. En un recorrido más bien sensorial, desbordantemente literaria, en el que prima más la musicalidad de las imágenes que evoca que la comprensión de estas. El fulgor narrativo desparramado sobre las hojas, más allá de la orientación con la que el lector trata de abrirse camino a través de estas. Es tal la potencia de la prosa de Cãrtãrescu que no resulta extraño pasar de las dimensiones reducidas de su habitación en la vivienda familiar a la exuberancia del barrio francés de Nueva Orleans; de las fábricas abandonadas colonizadas por la basura y la soledad al momento en el que el puño de Ceaucescu proclamó otra identidad política para la nación. No en vano, el yugo visible del comunismo se deja notar en los ambientes míseros que retrata, en el tiempo de carencia y enfermedad, parálisis facial incluida, que trasladan a un Cãrtãrescu ya adulto la necesidad de fabular; de raspar la costra mediocre formada alrededor de sus recuerdos para concederles, a través de la ficción, otra vida posible.
Hay en esta primera parte de la trilogía Cegador no pocos personajes inolvidables, desde Anca, la muchacha con toda una cosmogonía personal tatuada en su cráneo, a esa madre que dibuja los rasgos de su enfermedad (de una de tantas) en una mancha en forma de mariposa; del gigante Hermann a los avatares del Teniente Ion Stãnilã. Pero Cãrtãrescu, siempre, se las ingenia para deformar cada una de esas historias, mezclándolas con una serie de elementos fantásticos que invaden la ficción. He ahí, por ejemplo, el encuentro con ese circo cuyo número extraordinario lo protagoniza una mujer-araña. He ahí, asimismo, esa transformación prodigiosa por la que el ciego masajista del joven Mircea recupera la visión en lo que, hasta ese momento, no eran más que dos globos oculares completamente blancos. La transformación, esa es la clave. La necesidad de darle oportunamente la vuelta al guante, proponiendo una explicación diferente a lo que, de alguna manera, ya la tenía. Dibujando un retrato alternativo para describir la vida de sus padres, evocando a ese hermano muerto, Víctor, que será carne de ensayo (en El ojo castaño de nuestro amor) y de ficción (en Lulu). Hablando de amor a través de una imaginería escatológica, con una parte final para la que no cabe otro concepto que el de alumbramiento. Segundo Origen. Culminación de esa genealogía que con tanta paciencia ha descrito durante las anteriores páginas.
En la obra de Cãrtãrescu siempre es Bloomsday, el Guermantes que imaginaría Proust en un decorado transilvano o una ciudad en la que, como en la obra de Danilo Kis, la poesía canta a sus ruinas. Las eleva del barrizal, de lo más bajo, al que han sido condenadas por la Historia. Y uno diría que El ala izquierda es un intento por rehabilitarla, por mostrarnos, con todos los detalles de que es capaz su fantasía, aquella Bucarest que alumbró su educación sentimental. Los rostros marcados, los olores, las calles, cines y otros lugares. Las personas, demacradas y exhaustas, que sin embargo transmitieron en Cãrtãrescu una euforia vital. El instinto por recordar, escribir y, por último, fabular. Si el trayecto es tan extenuante, nada de lo que Joyce no nos haya curado con anterioridad, es precisamente por el fervor con el que su autor se entrega a la tarea. El esplendor con el que, en estas primeras cuatrocientas páginas, construye una genealogía para explicarse a sí mismo. La pasión, la escritura íntima, el fervor total por las palabras.