Diario interestelar, de María Durán Montes (Modernito Books) | por Juan Jiménez García
Mientras Ho Po-Wing huía de sí mismo y de Lai Yiu-Fai, en aquel Buenos Aires fin de siglo (que era un Hong Kong fin de los tiempos), Chang buscaba la Tierra de Fuego (ese fin del mundo, iluminado por un faro). Muchos años después, una niña y un personaje de múltiples ojos, se embarcan a bordo de aquel viejo peztuerto convertido en dirigible (un viaje largo este, no solo en distancia, sino en años, no solo de la niña, sino también de la chica que sujeta los lápices de colores). Las razones son otras (o no). Vienen de lejos y siguen una cometa roja, como otros niños seguían un globo rojo (por afinidades asiáticas, pensaremos en Hou Hsiao-Hsien). La búsqueda es la misma: uno mismo. Sí, porque también los niños pueden buscarse a sí mismos. E incluso encontrarse.
Diario interestelar es un libro sin palabras. Un libro de imágenes, que no de postales. Y es un libro sin palabras no porque su autora renuncie a ellas, sino seguramente porque esa tarea (el asunto de las letras) nos lo deja a nosotros (y es curioso que hable de nosotros, como si hubiera muchos niños leyéndonos… quizás es simplemente un cierto optimismo sobre nuestra capacidad para retener la infancia). El pezglobo atraviesa la oscuridad del espacio exterior para adentrarse en nuestra propia noche. Atravesar países entre los claroscuros, entre la noche y el día, lugares desprovistos de casi todo excepto de emociones, porque este es un viaje emocional (y por eso tampoco necesita esas palabras, después de todo).
Ni tan siquiera sigue una lógica (¿y por qué extraña razón debería seguir una lógica un libro para niños? ¿y uno para adultos?), y la autora se permite desviar el viaje hacia Japón solo por encontrarse con aquellas olas de Hokusai con el monte Fuji al fondo. Un diario solo puede ser ese lugar donde la realidad y la fantasía se encuentran de la forma más personal. Algún día alguien escribirá sobre qué son los viajes. De verdad. El viaje como ese espacio que va de un sitio a otro, sin que importe llegar ni salir, sino ese trayecto. El viaje como creación, abierto a lo imprevisible, al accidente de Bacon. El viaje como último recurso ante las ataduras de la vida, las múltiples cadenas.
Libro dulce de aventuras, sin peligros, sin violencia, de una calidez nocturna (porque en este viaje atravesamos la noche… que no el fin de la noche), Diario interestelar es una invitación a dejarse llevar por misteriosas corrientes aéreas. Vagar para encontrar. Perderse para descubrir llaves y tesoros. Abandonarlo todo para lanzarse a los cielos. Atravesarlos para llegar a ese lugar que dejamos sin darnos cuenta, a ese rincón escondido, íntimo, donde se encuentra quién sabe qué. Y Cioran lloraba en aquella hora (no día) en que su padre lo sacó de Rasinari para llevarlo a la escuela. Tenía diez años y el presentimiento de que su infancia había acabado. Pero no, María Durán Montes nos enseña que aquel tiempo nunca acaba. Solo hemos olvidado como el camino de vuelta. Y aquí seguimos, esperando el paso de una cometa roja.
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