El hijo perdido, de Marghanita Laski (Nórdica) Traducción de Blanca Gago | por Juan Jiménez García
Revisando la biografía de Marghanita Laski hay algo que nos remite al protagonista de El hijo perdido. Alguna pincelada: ser escritora, ser atea, ser inglesa. Haber pasado algunos años en Francia. Algo, como pequeñas conexiones que no permiten la identificación pero sí un cierto, un ligero aire de familia. Laski nació en 1915, en una familia judía acomodada. De ella publicó Automática en su momento La chaise-longue victoriana, novela de terror psicológico, y lo cierto es que frecuentó diversos géneros y también diversas maneras de acercarse a la escritura, desde el ensayo a la crítica literaria, desde el teatro al periodismo. Todo lo cual (más sus colaboraciones en la radio o en el Oxford English Dictionary) la convirtieron en una figura popular en su época. Tal vez todo esto nos pueda dar una imagen poliédrica de la autora… y aún nos seguiría quedando este libro.
Un día de 1943 Hilary Wainwright recibe la visita de Pierre Verdier. Verdier es francés y ambos son militares. La guerra sigue, Alemania ocupa Francia e Inglaterra también está ahí. Viene a traerle noticias de su hijo desaparecido. Hilary apenas llegó a conocerle. Su mujer, Lisa, lo tuvo en París cuando él se había ya marchado al ejército. A los dos años, los alemanes se llevaron a Liza y quién sabe si al niño. Pierre estuvo con Jeanne, una amiga de Liza, que también acabó detenida por la Gestapo. Como misión personal se ha tomado la de buscar a ese niño. Al terminar la guerra, sigue una pista que le proporciona la portera del edificio. El niño pudo ser entregado a un cura. Todo eso llevará a Hilary a A., una población cercana a París. Allí, en un orfanato al cuidado de unas monjas, está Jean, un niño de cinco años. Pero ¿es su hijo? ¿Puede considerarolo su hijo ante la más mínima incertidumbre, ante las dudas? Perdido en aquel lugar, perdido en el sórdido ambiente de un hotel, entre las idas y venidas al orfanato, su vida va pasando llena de contradicciones. Buscar en ese crío a su hijo se convierte en otra búsqueda tan compleja como la primera: la de sí mismo y su lugar en ese nuevo mundo, nacido de ruinas físicas y existenciales.
Es difícil (por otro parte innecesario) encontrar un lugar en el que clasificar la obra de Marghanita Laski. Novela de misterio, estudio psicológico, novela de costumbres, de aprendizaje tardío. Podríamos pensar que es un drama, por su argumento, y sin embargo nada más lejano de la realidad. Lejano porque Hilary Wainwright se mueve en un mundo paralelo que solo parece estar habitado por él, un mundo que quiere preservar y en el que nos cuesta ver algo que deba ser preservado. Protegido contra el dolor, la escritura de Laski se protege contra la tragedia. Mientras Wainwright sigue una extraña y quebradiza línea de conocimiento de sí mismo, la escritora traza un demoledor relato de esa deriva, que evita juzgarle sin dejar de exponerle. Los restos del naufragio, de ese mundo de ayer, a los que se aferra su protagonista, porque prefiere unas pocas (y tristes) certezas a la llegada de un mundo del mañana, de una nueva vida. No tener nada para no poder perder nada. Ninguna nueva ilusión para preservarnos de nuevas derrotas. Darlo todo por perdido para no poder perder nada más.