El corzo, de Magda Szabó (Minúscula) Traducción de Adan Kovacsics | por Dara Scully
Eszter eleva su voz ante nosotros. Le habla al hombre, un hombre al que quiso y que la quiso, un hombre que parece ausente. Le habla al hombre y nosotros escuchamos con atención, seguimos la línea de su voz, el poso suave de amargura, la trenza de la memoria. Eszter se transforma en muchacha, en niña: revela sus primeros pasos. El padre bello y frágil, enfermo en la casa. El piano de la madre, que tuvo que mantenerlos durante años. Las lecciones de aquellos que podían permitírselo: niños desmenuzando la música que dejaban luego las monedas sobre la mesa. El dinero que los alimentaba. Que los sostenía en precario equilibro, siempre al borde del abismo. Y al fondo, como una luz dolorosa, un aguijón que se enquista, Angéla. La figura envidiada, la muchacha que deslizaba su espíritu sin preocupaciones, protegida y a salvo, hermosa como una aparición. La niña Angéla, que perseguirá a Eszter a través de los sueños, de los años, pesándole como una enfermedad que la devora. Su luz corrosiva y dulce. El corzo que corría en su jardín y que, aún ahora, la enferma hasta la náusea.
Vemos a Eszter ante nosotros. La actriz, admirada, reconocida por los demás. Una mujer adulta, una máscara. ¿Ven los otros a la niña? ¿Ven el rencor, la rabia, la bilis sobre los labios? Eszter destrenza su memoria, extiende los cabellos sobre la acera, anuda sus rizos y los suelta. Nos habla de su miseria. De los zapatos que le quedaban pequeños. De lo mucho que deseaba aquel corzo que tenía Angéla. De Gizike, tal vez su única amiga, a la que daba lecciones de latín a cambio de monedas que quemaban en su palma blanca. La línea que los separaba, a los padres y a ella, de la desolación. Repudiados por la familia, atados a un hombre enfermo, un hombre íntegro y sin embargo abatido por su propio cuerpo. La infancia de Eszter no es infancia; es, tras el amor de sus padres, entregados el uno al otro, la vida de una criada. Alguien que limpia y roba huevos a escondidas. Quien procura que el equilibro se mantenga. Y mientras, en la casa amplia, la hija del juez, Angéla, habla con su loro y se despreocupa. Cuánto la envidia Eszter. Cuánto la odia, un odio de niña, furibundo, desmedido. Un odio cruel que se refleja en su propio rostro: es a sí misma, en realidad, a quien se odia. La niña que le ha tocado ser. La adolescente que será, con sus zapatos pequeños. La mujer que, alcanzado el reconocimiento, seguirá anclada a su pasado mudo. Al rencor profundo que le perfuma los cabellos, aunque el hombre, ese hombre al que le habla, se los cepille con sus dedos delgados.
Porque también el hombre está impregnado de luz. La luz venenosa de Angéla lo cubre como una niebla húmeda. Eszter se empapa entre sus brazos. Él le inocula la luz, le seca la voz, la aguijonea. No tiene nada para sí misma, y su rencor la ciega, cierra los ojos a su vida, al teatro, a lo que podría haber sido si pudiera. Si el peso no le hundiera los hombros y quebrara sus huesos pequeños. Si años atrás, siendo niña, la hubieran azotado con menos fuerza.
El corzo es un monólogo sinuoso como una culebra de agua. Una trenza cortada de un tajo que alguien pone en nuestras manos. Del corte brota aún un hilillo de sangre: la sangre de la propia Eszter, que la derrama a medida que habla. A medida que se confiesa y recuerda, que retira de su rostro la máscara y le cuenta a ese hombre que nunca escuchará quién es ella y dónde la ha colocado la vida. Cómo fue su infancia, qué marcas le dejó en la carne, en el vientre, en el corazón que trota como un corzo. Se confiesa como una liberación, para ir a su encuentro, para lavar de su piel la luz. Despreocupadamente, descalza, y sin embargo con un temblor en el pecho, un pájaro que aletea voraz en su garganta. ¿Quién es Eszter?, nos preguntamos. ¿La conoció realmente el hombre? ¿Se reconoce ella al mirarse en los espejos? Deseamos que no sea tarde, pero sabemos que el temblor augura la tormenta. Quizás, un instante antes, habría sido posible el galope. Pero ahora, el trueno hace restallar el aire, cae de un golpe sobre la memoria, fulmina la trenza en nuestra mano. Arde, y el olor nos devuelve a la casa antigua, a los padres, al piano que suena y escuece al dejar atrás la infancia.
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