Tras leer, de nuevo, a Luciano Bianciardi pienso en Nanni Moretti. Es curioso. Seguramente tenía más razones para pensar en él leyendo El trabajo cultural que este La integración, pero creo que la aparición de unos personajes con el apellido Apicella han servido aquí de magdalena proustiana. Y ahora esa relación me parece muy justa, porque en ambos están la rabia (una rabia en traje de ironía, es decir, la amargura) y una visión crítica de esa izquierda en la que ambos se sitúan. Los tiempos son diferentes, pero las contradicciones son las mismas. Y aún en nuestro tiempo, tal vez no demasiadas cosas hayan cambiado. Los medios, si acaso, pero no las imposturas.
Los hermanos Bianciardi (léase Bianchi) llegan a Milán. Atrás queda la provincia, el pueblo, que acabará convertido en un lugar para la evocación. De las calles cortadas para el esparcimiento personal (mejor, lucimiento), las avenidas, las mujeres tras las ventanas. Otra vida, aquella de El trabajo cultural. Un espacio al que dedicarle un capítulo evocador, con la sensación de haber perdido algo (pero ¿qué?), pero con la certeza de ir al encuentro de otra cosa (ni mejor ni peor: otra). En Milán se meten en una editorial, y esto no es cualquier cosa en la Italia de los años cincuenta, en los que ser escritor era algo, ser escritor de izquierdas algo más y una editorial otra cosa. Las discusiones del presente, tantas, se trasladaban a aquellos lugares en los que aún era posible pensar en otros mundos. A las discusiones interminables sobre cualquier cosa, le suceden ahora las discusiones interminables sobre cualquier cosa. Si antes era una película soviética ahora son unas comillas y el lugar de los puntos y de las comas. Como decía Moretti, volviendo a él, las palabras son importantes. ¡Y cómo y cuánto hablaban en aquel entonces! Hasta el agotamiento. Y entonces no pasaba nada. Sí: iban cayendo por el camino, porque desfiladeros habían muchos e indios más.
Lo cierto es que poco cambiaba o el mundo se acomodaba a las exigencias del mercado. Bellocchio decía que la China estaba cerca, pero los americanos y sus maneras estaban más cerca: estaban ahí mismo. Los editores caían y crecía el número de secretarias. Editar es una cosa seria que no puede ser dejada en manos de editores. Empiezas discutiendo sobre si la sociología es una ciencia o una moda, sobre la necesidad de la filosofía, y acabas publicando novelas del oeste y cosas parecidas. La visión del mundo de Bianciardi no es muy optimista, e incluso cuando cree ser feliz es por otras razones, en un final cargado de melancolía. Después de todo, hay que vivir. Y entonces se puede vivir como Luciano o como Marcello, sin que ninguna de estas formas de vida parezca responder a sus deseos, cuando abandonaron aquel pueblo o ciudad o provincia.
Los años cincuenta iban quedando atrás con la certeza de que nada cambiaría tras las esperanzas de la posguerra. Las esperanzas se quedaron en aquellas discusiones y Bianciardi nos deja un mensaje para el futuro, que nos recuerda a otro grande, Ennio Flaiano: tener ideas está muy bien, pero lo mejor es llevarlas a la práctica.
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