Manual para mujeres de la limpieza, de Lucia Berlin (Alfaguara) Traducción de Eugenia Vázquez Nacarino | por Susana Herman

Lucia Berlin | Manual para mujeres de la limpieza

El prólogo de Lydia Davis y la introducción de Stephen Emerson (amigo de la autora y el encargado de recopilar los relatos incluidos en Manual para mujeres de la limpieza) son más que suficientes para devolver a Lucia (pronunciado Lusía) Berlin al lugar que le pertenece. De hecho, solo es necesario leer cualquiera de sus párrafos para que ella sola logre hacerse un hueco y ubicarse en nuestro universo literario durante el tiempo que nos lleve la lectura de su Manual, y después quedarse para siempre. ¿Cómo hemos podido vivir hasta ahora sin su compañía?

Para conocer a Lucia Berlin es mejor ignorar su biografía e ir directamente a sus relatos. Como ella misma dice: «Exagero mucho, y a menudo mezclo la realidad con la ficción, pero de hecho nunca miento». Todo está en lo que escribe: las personas, los lugares, los recuerdos, el derrumbe, la superación.

En «Manual para mujeres de la limpieza», el relato que da título a la recopilación, Lucia aprende de la cercanía de los extraños en calidad de mujer de la limpieza, en una época difícil en la que saca a sus hijos adelante adentrándose en la intimidad de los otros. En «Dentelladas de tigre», una joven Lucia regresa a la casa familiar con un bebé de apenas un año y embarazada de su segundo hijo, cuando nadie sabe todavía que su primer marido acaba de abandonarla. «Temps perdu» sucede mientras trabaja como auxiliar de enfermería en un hospital y el paciente de la cama 2 de la habitación 4420 le recuerda a Kentshevere, su amor de la infancia, en Idaho, mayor que ella los años justos para que él supiera leer y ella no; «Inmanejable» describe su drama con el alcohol durante una «noche terrible del alma», «cuando las licorerías y los bares están cerrados». «Triste idiota», «Mamá» y «Espera un momento» hablan de la familia, de la difícil relación con su madre, de la larga enfermedad de su hermana Sally, de la muerte, del amor que salva de la desesperación, de los finales. Pero no hay lugar para la autocompasión ni el drama en la escritura de Berlin, nadie se rasga las entrañas. Se acepta el destino, se sobrevive, se pacta con el mundo tal como es, y, a veces, uno incluso consigue reírse con él.

Todos los relatos que he mencionado han saltado de las páginas reclamando una atención especial, pero mi relato favorito, si tuviera que escoger uno, sería «Volver al hogar». Quizá porque es el último y es una despedida, quizá porque en él Lucia se reconcilia con sus errores, con sus intentos fallidos, con sus decisiones. Todo empieza con el vuelo de los cuervos, con sus misteriosos rituales, que le llaman la atención por casualidad:

«Por supuesto podría conseguir un libro o llamar a alguien y averiguar los hábitos de cría de los cuervos, pero lo que me preocupa es que los descubrí solo por azar. ¿Qué más me he perdido? ¿Cuántas veces en mi vida he estado, digámoslo así, en el porche de atrás y no en el de delante? ¿Qué me habrían dicho que no alcancé a escuchar? ¿Qué amor pudo haberse dado que no sentí?»

La vida de Lucia Berlin, como la de cualquiera, podría resumirse en unos pocos datos biográficos más o menos significativos. Nació en Alaska en 1936 y murió en Marina del Rey en 2004 (del frío polar del norte a la calidez de la costa de California pasando por Idaho, Kentucky, Montana, El Paso, Santiago de Chile, Nueva York o Albuquerque), se casó tres veces en seis años (tres matrimonios fallidos con un escultor y con los músicos Race Newton y Buddy Berlin; sobrevivió a todos sus exmaridos) y tuvo cuatro hijos. Su vida estuvo marcada por una madre distante, problemas de salud y su dependencia del alcohol. Trabajó como recepcionista, auxiliar de enfermería, mujer de la limpieza y profesora de literatura y, a veces, incluso escribía. ¿Y eso es todo? Casi nada.

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