Gracias por la compañía, de Lorrie Moore (Seix Barral) Traducción de Daniel Gascón | por Óscar Brox

Lorrie Moore | Gracias por la compañía

Parece que las sociedades contemporáneas vivan condicionadas por su ritmo acelerado, pero en realidad, como señala el filósofo Byung-Chul Han, esa aceleración no es más que la percepción de que el tiempo da tumbos sin rumbo alguno. Sin compás. La sensación que se desprende es que todo resulta demasiado pasajero y efímero en una vida que ha olvidado cómo poner en perspectiva aquello de hacerse mayor. Los cuentos de Lorrie Moore, con esos personajes que parecen alimentarse de ordinaria locura, reflejan con su mezcla de ternura y mordacidad los males de la madurez. Las flaquezas y las debilidades, los remordimientos y los callejones sin salida. Gracias por la compañía, la última colección de relatos que aparece publicada en castellano, describe a través de un puñado de historias ese sentimiento de desubicación, de planes a medio empezar o a medio concluir, que notamos cuando nos preguntamos si es este el lugar al que queríamos llegar.

Moore abre el primer relato del libro, Muda, con la imagen del dedo hinchado de su protagonista por culpa del molesto anillo de boda. Medio año después del divorcio, la vida de Ira no ha ido mejor ni peor, sino que se ha quedado atascada, como la alianza, en esa zona de seguridad que construimos para no tener que tomar decisiones. Mientras tanto, EE.UU. se organiza para enviar a sus tropas hasta Irak y devolver así el golpe sufrido durante el 11-S. Para Moore, las ocurrencias de los adultos tienen un deje infantil verdaderamente fascinante, como si de pronto se viesen impelidos a llevar a cabo todo lo que no han hecho anteriormente. Sin pensarlo demasiado. Así que Ira comienza una relación con Zora, también divorciada, como una excusa para no estar tan solo. Sin embargo, a medida que avanzan las primeras etapas, la vida de Ira se redirige a agradar al hijo adolescente de Zora, Bruno, mientras intenta descifrar el comportamiento infantil de aquella. Y como le sucedía a la América de Bush, la clave reside en esa mentira colectiva que compramos para no hacer frente a los males mayores. Para disfrazar la realidad a nuestro gusto. Ocultar el estado de ánimo derrumbado bajo unos gestos pueriles e infantilizados o darle esquinazo a la ansiedad con una buena dosis de autonegación. Moore trata a sus personajes con ternura, sí, pero eso no aleja su gesto severo a la hora de detectar sus inconsistencias, ese deseo de dejar atrás las cosas cuando realmente no se tiene nada, ni mejor ni peor, con lo que hacer frente al presente. La huida hacia delante.

En Gracias por la compañía abundan los personajes desnortados que no saben cómo rehacer su vida después de aparcar aquellos proyectos que pensaban que se la garantizaría. En Alas una pareja de músicos treintañeros se muda junto a la casa de un anciano. La sombra del fracaso recorre la biografía de ella, K.C., tras descubrir con cierta amargura que su pasión por cantar no es combustible suficiente como para asegurar una carrera profesional o, simplemente, la calidad que la distinga de cualquier otra aficionada. Lo que preocupa a Moore, lo que hace avanzar secretamente al relato, es preguntarse cómo han llegado a vivir hasta ese momento, qué clase de fuerza vital ha impedido que el fracaso condujese a cada uno por su lado. A medida que esas Alas se despliegan observamos hasta qué punto K.C. y Dench se ocultan sus verdaderas intenciones para mantener un vínculo sentimental cada vez más resquebrajado. Y cómo, en las cada vez más frecuentes visitas al anciano Milt, la chica encuentra no tanto a un amigo, a un padre o a un amante como la sensación de derrota que explica esa distancia que poco a poco la aleja de Dench. Como si, de pronto, hubiesen olvidado cómo hablarse. En ese punto en el que cualquier palabra, ya sea una palabra bonita o una auténtica estupidez, basta para secar su necesidad por llegar a lo más profundo del problema. A la madurez fracasada y desnortada que ha visto cómo caía cada proyecto y ahora, simplemente, sobrevive con el precario equilibrio de un amor que palidece porque le falta lo importante: la autenticidad.

Los personajes de Lorrie Moore se llevan mal con el tiempo. Les falta perspectiva. A la protagonista de El enebro, uno de los dos relatos escritos en primera persona, le sucede con su pasado lo mismo que a una de sus amigas con su brazo reinjertado; ya no resulta tan fácil lidiar con él y preferiría amputarlo de su memoria. Sustituir la madurez por la embriaguez, contestar a la pregunta más compleja con la respuesta más sencilla. Moore dibuja un retrato, tirando a grotesco, de las deudas y dolores de la vida adulta y la cobardía con la que nos mentalizamos de que tarde o temprano debemos saldarlas. Pero es que realmente cuesta hacerle frente. Por eso, como en Enemigos, su autora se acerca al chiste político para relatar la amargura soterrada tras el 11-S que vive en el corazón de los americanos; el estado de euforia infantil y de vehemencia que, sin embargo, es solo un vulgar refugio para no ver los problemas. Las decepciones, las relaciones fallidas, ese no es para tanto que descubrimos cuando se diluye el ímpetu de la juventud. Todo aquello que la ordinaria locura disfraza de absurdo para que podamos tragarlo mejor, ya sea una separación, una muerte o un proyecto frustrado, pero que los remordimientos clavan en nuestra memoria para que no se nos olvide.

Resulta irónico que esta colección de relatos de Lorrie Moore lleve por título Gracias por la compañía porque cada personaje parece un náufrago de su propia isla. Glosario de términos para hacer un poco menos banal la madurez, la obra de Moore nos pone frente a frente con esa ansiedad típicamente adulta que nos recorre el cuerpo cuando sentimos que caminamos hacia ninguna parte. Cuando enmascaramos la realidad o mascullamos unas pocas palabras para hacer creer que todavía recordamos cómo hablarnos. Cuando nos falta perspectiva y nos sobra indolencia. Cuando el compás lo marca la loca política de Bush, la Troika (diríamos ahora) o el comportamiento infantil de quien no acepta sus fracasos. Cuando la madurez se escribe con las flaquezas y las debilidades, con los remordimientos y los callejones sin salida. Con esos versos robados a Louise Glück que dicen que la vida es muy rara, termine como termine. Y quizá es así como debe ser.


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