Viva voz de vida, de Marina Tsvietáieva (Minúscula) | por Ferdinand Jacquemort
Marina Tsvietáieva conoce a Maximilián Voloshín a los diecisiete años. Un día, este llama a su puerta. Ha escrito una artículo sobre ella y quiere saber si lo ha leído. Hablan en el umbral, él quiere conocer su habitación, hacerse una idea de aquella muchacha que todavía va al colegio, lleva el pelo rapado y se cubre con bonete… “¿Y qué hace en la escuela?”. “Poesía”. Conversan durante cinco horas que parecen apenas unos minutos y comienza así una larga amistad que acabará con la muerte de él, a la hora mágica de las doce del mediodía, enterrado en alguna montaña (Marina no sabe muy bien cuál) de las que rodean Koktebel, Crimea, el lugar donde habitó. Viva voz de vida es pues esa historia de la relación de aquel gigante mitológico con cabeza de Zeus y su amistad con la poetisa. Con la poetisa y tantos que le rodeaban, porque Max fue siempre eso, amigo de sus amigos, que eran innumerables, y que le entregaron un lugar importante en la escena literaria de aquellos años, entre blancos y rojos, entre los tiempos que se marchaban irremediablemente y aquellos que llegaban con el mismo aire inevitable.
Tsvietáieva no sabe escribir biografías. A través de ella no conoceremos la vida de Voloshín, sus grandes hazañas, sus grandes obras, nada. Conoceremos a la persona. Y también a ella misma. Y a aquellos que les rodearon. Sus sentimientos, sus miedos, sus anhelos. Como poeta, saltará aquí y allá, donde su pensamiento, su instinto le lleve y sus razones serán ningunas. Escribirá de una manera única (que Selma Ancira cuida maravillosamente en su traducción) y entre todo asistiremos a la construcción de un mito personal, verdadera razón y preocupación de una muchacha que admiraba desde bien joven a Napoleón. Así pues, más autobiográfica que biográfica, Viva voz de vida se convierte en un fragmento de historia personal, para dar cuenta de que después de todo, como dice, y para un poeta, siempre es pronto para morir, pero también es siempre la hora.
B-17G, de Pierre Bergounioux (Alfabia) | por Óscar Brox
“Volar, dominar el mundo lo mismo que a los dioses, es en 1944 una de las experiencias cuyo regusto habrá de quedar para siempre”
B-17G es la historia de un gesto, de una mirada que abarca el tiempo de calma entre un rayo y su sonido. A través de la imagen de una vieja grabación tomada desde la cubierta de un caza alemán, Pierre Bergounioux emprende una búsqueda en dirección al horror más primitivo. Nos cuenta el relato de esos jóvenes que, en su ignorancia, son alistados en el ejército para combatir en la guerra contra el enemigo alemán. Nos cuenta cómo, supongamos Smith, un joven artillero, realiza un viaje hacia las tripas del mal absoluto; hacia ese horror que vomita fósforo sobre las praderas francesas y reduce la flota aliada de bombarderos a antorchas humanas que, segundos antes de su colisión contra el asfalto, se consumen en el recuerdo de aquello que fueron. Un horror para el que no hay palabras, que alienta a escritores como Faulkner y Hemingway a inventar fantásticas epopeyas, pero que empezamos a intuir desde la mirada aterrorizada de un adolescente enviado a la muerte. Un horror que parte en dos la condición humana, como una brecha en la Historia de la que nunca conseguiremos recuperarnos. Un descenso al mal, a ese último momento antes de que el obús destroce la carlinga del bombardero, de que los cuerpos jóvenes mueran aplastados entre metal y fuego, en el que la ambición olímpica de asaltar los cielos revela la naturaleza del mal: la falta de comprensión de lo que en 1944 era una novedad y aún hoy nos cuesta encontrar palabras para definir. El horror.