La dama y los laureles, de Leonard Merrick (Ardicia) Traducción de Julia Osuna Aguilar | por Juan Jiménez García

Leonard Merrick | La dama y los laureles

Leonard Merrick fue un escritor de su tiempo y, si lo pensamos bien, tal vez ni tan siquiera. El público no le quería mucho (tras leer esta novela hay algo que lo aleja de lo que intuimos gustos literarios del momento) y la crítica tal vez. Era, dicen, un escritor leído por escritores. Tiene su mérito pero, claro, no da para mucho. Y eso te obliga a hacer otras cosas, como irte a Sudáfrica o meterte a actor. E igual estamos tentados a pensar en otro de esos escritores efímeros que nos dejaron alguna cosa para desaparecer discretamente, aunque sus obras completas ocuparon quince volúmenes y había de todo. Voluntad no le faltó (tampoco talento). Ardicia nos trae un breve pero jugoso fragmento de ellas: La dama y los laureles.

Hay algo en La dama y los laureles que tal vez solo nos sorprenda cuando llegamos, ágilmente, a su final: su levedad. Una especie de ligereza obtenida desde una escritura esencial. Para Merrick escribir es despojar a la escritura de todo lo que podemos considerar superfluo, que puede ser mucho, según la habilidad del escritor. Los personajes o no son descritos o lo son con dos trazos, la acción se reduce a lo esencial, no importan los decorados, ni tampoco el paisaje. El fondo se reduce, como en las puestas en escena de Giorgio Strehler, a un vacío, neutro, que tiene más que ver con la luz que con la forma, más que ver con un estado de ánimo que con la fisicidad de las cosas concretas. La forma se desprende de la piel, pero no para quedarse en los huesos, sino en el músculo. Todo es pura fibra. Una fibra que no hay que confundir con la espesura, sino más bien con esa intensidad de una concreción en la que nada sobra.

Con algún que otro tinte autobiográfico, Merrick cuenta la historia de William Childers, que nunca fue afortunado en nada, y que acaba enviado por su madre a Sudáfrica y confiado a un tío suyo para ver si logra meterlo en el negocio de los diamantes. En fin, en cualquier negocio. Porque su verdadera vocación, su verdadero oficio, es el de poeta, lo cual nunca fue motivo de confianza seguramente para ninguna madre. Y las cosas no van bien. Nadie quiere saber nada de su poesía, él no quiere saber nada de nadie y nadie quiere saber nada de él, hasta que acaba en una oficina, pasando el tiempo. El de todos y el suyo. Sin embargo, un día llega hasta Du Toit’s Pan Rosa Duchêne, famosa actriz. Y entonces todo se precipitará. Bien, es un decir. Nada se precipita. Cambia la luz, el color. Entre la oscuridad exterior y la iluminación íntima, la vida de William cambiará, finalmente.

Cambiará finalmente para pasar de una vida vana a una vida falsa, pero totalmente plena en su falsedad. Quién sabe, tal vez Leonard Merrick logró trazar con esta novela ya no solo un esbozo de su propia vida, sino también de su propia escritura o de su idea de escritura (seamos atrevidos, desde el desconocimiento del resto de su obra), y esa oscuridad visible en la que se sumerge su protagonista no sea otra cosa que una intensa apuesta por eliminar lo superfluo, lo físico, lo tangible (que no lo táctil) en la escritura para llegar a un punto cero. Un punto cero en el que solo quedará una voz que cuenta, una voz que construye mundos frágiles pero ciertos, en el que esa tonta frase sobre la proporción de imágenes y palabras será más absurda que nunca. Las palabras lo serán todo, siempre que sean capaces de generar sentimientos, de llegar a los demás. No hay más. No hay otra cosa. No es fácil, pero nunca nadie nos prometió la facilidad.


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