El mapa calcinado, de Kobo Abe (Eterna Cadencia) Traducción de Ryukichi Terao | por Juan Jiménez García
Pese a la importancia en la literatura japonesa de Kobo Abe, es más seguro que lo conozcamos por las adaptaciones cinematográficas de su obra que por su propia obra escrita. En especial aquellas que, entre los años 1962 y 1968, dirigió Hiroshi Teshigahara, con guiones del propio escritor, y prácticamente realizadas a la par que los libros. Obras como La mujer en la arena o El rostro ajeno, convertidas en clásicos del cine. El caso es que Kobo Abe ha ido llegando a nuestro país, como otras tantos escritores japoneses, con no pocos sobresaltos y no siempre de la mejor manera. Pero, igualmente, en los últimos años, Eterna Cadencia ha ido publicando su obra con una cierta regularidad y con cuidadas y razonadas traducciones. Ahora le llega el turno a El mapa calcinado, que, precisamente, fue también su última adaptación cinematográfica, su última colaboración con Teshigahara.
El mapa calcinado es una obra que difícilmente podría ser llevada al cine sin dejar en el camino todo lo que ella representa. Y es así porque es una obra sobre las palabras, construida con palabras. Tal vez sería demasiado decir sobre el lenguaje. Abe, como podía haber hecho en el cine Jean-Luc Godard con Pierrot le fou, escribe una historia de género negro incluso clásica, pero esta historia no es más que un andamiaje para construir sobre él otra cosa. Aquello que verdaderamente le interesa es el edificio de palabras que lo rodeará, en el que estas sustituyen incluso a la trama, desde el momento en que es de ellas de quien caemos irremediablemente atrapados. Es ese vacío, esa atracción por el espacio en blanco en el interior del mapa-novela.
La historia es la historia de un detective sin nombre que debe buscar a un hombre desaparecido. El encargo viene del hermano de la mujer del hombre, que ha dedicado unos cuantos meses a su búsqueda y que ahora va a gastar algo de dinero en dar con él. Pero no hay punto de partida al que agarrarse. Ninguna pista. Solo una caja de fósforos, un periódico y alguna vaguedad. Nada parece importante para esa búsqueda y cada cual se guarda algo o, directamente, miente. El detective sin nombre vagará por ahí entregado a una búsqueda obsesiva. No por su complejidad, sino porque él mismo es un ser obsesivo, capaz de concentrarse en los detalles más y más mínimos hasta agotarlos, convertirlos en nada, un punto.
Esa obsesión será la que trasladará Abe a su novela. Cada cosa, tenga importancia o no en la trama, será examinada hasta el detalle, colocada en el mismo nivel que aquello que podríamos considerar importante en la investigación. Un trabajo de escritura cincelado sobre el vacío sobre el que el propio detective se mueve. Nosotros, como él, estamos asomados a un agujero espiando a una rara sociedad de humanos.
En su prólogo, Edmodio Quintero relaciona a Koro Abe fundamentalmente con Samuel Beckett y el teatro del absurdo. Al leerle, ambas cosas se nos imponen: en su elaborado trabajo de escritura (que lejos de crear una obra árida, crea una novela que nos atrapa desde el primer instante y de la que no logramos escapar fácilmente) y en su desarrollo, en el que nos vemos enfrentados a una investigación en la que nada parece tener sentido, aunque esa imposibilidad de encontrarlo sea precisamente aquello que la alimenta. Situado como el gato muerto del párrafo final en el centro sin vida alrededor del cual todo gira ruidosamente, el detective sin nombre acaba por completar su misión de la única manera que puede hacerlo, como un acto de coherencia final entre todo lo absurdo que le ha precedido.
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