Viaje a la costa, de Kazumi Yumoto (Nocturna) Traducción de Rumi Sato y José Pazó Espinosa | por Óscar Brox

Kazumi Yumoto | Viaje a la costa

En Los amigos, la anterior novela de Kazumi Yumoto publicada por Nocturna ediciones, una muerte cercana era el detonante para que el grupo de niños protagonista asimilase, tal vez, la lección vital más difícil: la huella dejada por esa vida, que su ausencia obliga a recordar de otra manera. Con un énfasis distinto, con palabras que sepan acomodar la hondura emocional cuando se evoca a aquellos que ya no están. La ligereza de aquel relato, vinculado a los ritos de paso que acercan a la infancia hasta los primeros titubeos de la madurez, halla su prolongación en Viaje a la costa. De nuevo es la muerte la polea que acciona el mecanismo de la historia; la larga ausencia del marido de Mizuki y la súbita reaparición en forma de espectro. Para Yumoto, sin embargo, esa irrupción brutal en el mundo de los vivos no rompe con el sosiego con el que su personaje vivió el tiempo de espera. Tres años después de su desaparición, Yusuke regresa a un hogar en el que las cosas apenas han cambiado; en el que el aroma de las bolitas de arroz con azúcar dibujan los trazos de una vida íntima vivida desde las pequeñas cosas. Con gestos cotidianos, sentimientos atemperados y palabras de extraño afecto.

Yumoto captura lo sobrenatural como un momento apacible, reflexivo y silencioso; con la misma calma ensimismada con la que contemplamos un paisaje anodino. En ningún momento impide a su protagonista acercarse a ese marido que murió años atrás, para quien las cosas no parecen haber cambiado. Y es que en el fondo no han cambiado, puesto que Mizuki apenas ha tenido tiempo para procesar la muerte de Yusuke. Tan solo para indagar en su pasado, esperar su regreso y dormir. Para soñar, tal vez, un reencuentro. El calor de un cuerpo cercano. El olor de la comida recién hecha. El tacto áspero de la barba incipiente. O el sabor salado de la sangre. De alguna manera, en Mizuki aún no se ha completado la transición entre recuerdos, toda vez que aceptamos la ausencia de aquello a lo que amamos y llevamos a cabo un esfuerzo para convertir ese peso en el alma en otra cosa. Cuando buscamos una palabra para describir lo que ha dejado de existir, sin que la melancolía o la negación se arremolinen sobre los sentimientos que nos despierta.

Para Mizuki, el lento proceso de duelo le conduce hasta un extraño viaje por los pueblos costeros por los que anduvo su marido. Cada entorno fluvial parece desatascar un pedacito de la muerte de Yusuke, ya sea a partir de ese cangrejo de mar que devoró poco a poco su cuerpo o del sonido eléctrico que preludia su inminente marcha. Y, sin embargo, los días pasan con una calidez como la del verano o, prácticamente, con la velocidad de la temporada de los cerezos en flor. Un aliento de eternidad consigna la importancia de cada momento aparentemente irrelevante, la mirada de Mizuki a aquel hombre que se marchó, los detalles que su memoria conserva y que, lentamente, comienzan a desajustarse con el retrato actual de Yusuke. Es posible que en esa larga travesía por la costa Yumoto represente una búsqueda, acaso incansable, por entender esos lazos vitales que nos unen. Cuán robustos resultan, incluso pese a las adversidades. Y es que, durante el libro, siempre notamos el esfuerzo con el que su autora capta las diferencias en el matrimonio, ese universo de secretos que se esconden o se confiesan sin, aparentemente, romper la ligazón entre ambos. Quizá porque, y eso es lo bonito de la novela, Mizuki no busca el reproche sino la conmiseración. No ya el perdón, sino la ternura de esas pequeñas cosas que dibujan otro tiempo. Otra vida. En la que los secretos, puede que también las mentiras, no erosionan los vínculos que tanto nos cuesta establecer.

Etapa a etapa, Viaje a la costa describe el inminente adiós del antiguo matrimonio, a medida que la carne de Yusuke adquiere una cualidad traslúcida, espectral, y el mundo de los muertos reclama su presencia. En silencio, como otro instante más de ese tranquilo regreso que en nada perturba a la realidad. Que se adivina como su prolongación, en esa especie de interregno en el que los fallecidos no han abandonado del todo la tierra para acompañar, por unos últimos pasos, a sus seres queridos. Visto así, Yumoto nos habla de vida y de amor, pero también de identidad y duelo. Con una necesaria dosis de ternura que no busca rebajar el drama de su protagonista, sino proporcionarle un cobijo mientras indaga en sus sentimientos. A medida que esa última experiencia junto a Yusuke le ayuda a aprender, a poner en claro, todo aquello en lo que ha consistido su matrimonio. Todo aquello que le ha pertenecido. Todo aquello que, en definitiva, le define.

Como en Los amigos, Viaje a la costa destaca por ese trazo, sensible y ligero, con el que Yumoto se acerca a cada cosa. Por la importancia que concede a lo grande y a lo pequeño, a la figura fugaz en el viaje del matrimonio o al intenso sabor olvidado de los fideos con nabos. En cierto modo, se podría decir que el gran mérito de esta novela radica en ese acercamiento tan cálido que realiza sobre los afectos de sus personajes, y que no responde tanto al pintoresquismo cultural japonés como a la importancia que, en fin, cualquiera confiere a su memoria. A cada pequeño dato que almacenamos a lo largo de la vida, que punto a punto traza la imagen, pone las palabras y añade el movimiento a lo que recordamos sobre aquella persona especial. A esa que nunca olvidamos, que sigue en nosotros de algún modo, cuya ausencia sirve como acicate para descubrir nuevos sentimientos y fundar una nueva memoria. A salvo del tiempo y la melancolía. Fuente de un amor inextinguible hacia aquellos días vividos.

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