El libro de jade, de Judith Gautier (Ardicia) | por Juan Jiménez García
No vamos a descubrir aquí y ahora la fascinación que supuso durante años, siglos, Oriente en el imaginario europeo. No vamos a hacerlo sobre esa atracción (a veces enfermiza, opio mediante) que ejerció en aquellos últimos años del siglo XIX en gente como Baudelaire o Rimbaud. Oriente era la promesa de algo, mientras que Occidente era la decadencia de mucho. Judith Gautier también fue un personaje singular de aquel fin de siglo. Hija de uno de sus más grandes escritores, Théophile Gautier, mujer de otro, Catulle Mendès (de que hace poco escribíamos a propósito de Monstruos literarios, igualmente editado por Ardicia), en si misma ya contenía algo del aire de su tiempo. Luego, cogió la exótica costumbre de aprender idiomas lejanos y dejarse llevar por sus culturas. Lo hizo con el chino, con el japonés, con Egipto o con Persia.
El libro de jade es precisamente su aproximación a la poesía china, a los grandes poetas, especialmente, de la dinastía T’ang. Como muy bien advierte Jesús Ferrero en su epílogo, la sinología hizo evolucionar las traducciones hacia una búsqueda de la fidelidad y la precisión que no tenían aquellos primeros traductores, como Judith Gautier, más preocupados en buscar un tono, una musicalidad, aun a costa de alterar sus fuentes originales. Eso, es posible, hace a esta poesía más accesible (siempre que se tenga el talento, que lo tenía, para apropiársela), y nos ofrece una visión más homogénea, pese a la abundancia de escritores traducidos.
La autora dividió el libro en temas, siguiendo los grandes motivos inspiradores de la poesía china clásica: el amor, la luna, el otoño, el viaje, el vino, la guerra o ellos mismos. “Somos lo que vemos y cómo lo vemos, vienen a decir los poetas chinos: somos nuestra propia mirada”, señala iluminadoramente, de nuevo, Jesús Ferrero. Para ellos, a través de lo que les rodea, su mundo interior sale a flote. La naturaleza, aunque sea la caída de una hoja, o una mirada, por muy furtiva que sea, son elementos que componen ese discurso íntimo. La poesía se convierte en un mundo de frágiles imágenes en frágiles poemas que, una vez leídos, parecen descomponerse entre nuestros dedos, como papel viejo. La melancolía lunar, la tristeza del otoño, el abandono del país natal que supone el viaje, la alegría del vino, el sombrío destino de la guerra o las miradas perdidas (y tal vez encontradas) de los enamorados. Todo se va desgranando con esa sutileza que abruma en su sencillez, en sus límpidas versificaciones.
Así, Judith Gautier nos ofrece un emocionante (y sentido) recorrido por sus poetas preferidos. No hay más voluntad en ellos que la belleza por la belleza, pese al orden temático. Ningún interés en ofrecer una sistematización o una aproximación razonada. Todo se ofrece libre, despojado. La poesía se defiende a sí sola, para que nos dejemos llevar por ella, por los ecos que resuenan entre verso y verso, de un tiempo lejano, en un país lejano, lleno de gente lejana que a veces, muchas, como en un pequeño milagro, nos evocan algo próximo, algo que estaba ahí, dentro de nosotros.