Basilisco, de Jon Bilbao (Impedimenta) | por Óscar Brox

Jon Bilbao | Basilisco

El gran desierto estadounidense, el último forajido y una época en la que cada hombre es, más allá de cualquier delimitación territorial, una frontera en sí mismo. Parte del polvo, los cañones de roca, las caravanas y los abrevaderos y el cielo nocturno que todo lo cubre. Es, por así decirlo, su signo de pertenencia. Ahora pensemos en lo que figura detrás: al escritor. A la metáfora o la alegoría; a la ficción como bálsamo o como estructura con la que levantar esos pocos fragmentos auténticos con los que se describe una vida. O algo parecido a la vida. O algo parecido a la crisis, a la duda, al germen de por qué contamos las historias que contamos. Por qué llegar al hallazgo de una cueva familiar cubierta de pinturas rupestres a través de la odisea de un grupo de vaqueros en busca de los restos de un leviatán mitológico en el salvaje Oeste. Tal vez a esto último Jon Bilbao respondería que por la ambición de contar, de repasar con el dedo la vigencia de todas esas pequeñas mitologías, de todas esas lecturas, cuando lo que se trata es de insuflar ficción en la realidad, y viceversa. Llenar el hueco. Llegar a describir ese hueco que, sin duda, representa la parte más poderosa del drama. Porque habla de la responsabilidad de crear y escribir.

Basilisco puede leerse de varias maneras: la primera, la inevitable, tiene en el Oeste y en la figura de John Dunbar a su eje central. En esa vía, Bilbao traza un western mitológico, un relato en el que una expedición geológica se topa con la locura, el horror y la muerte. Un relato en el que el siempre esquivo Dunbar, ya convertido en un rostro impenetrable para personajes y lectores, camina hacia el fin del mundo en busca de la soledad. O de una explicación. No en vano, de Patrick Clement a ese sobrino que aparece en mitad del libro, no son pocos los que tratan de desvelar el misterio que envuelven a Dunbar. Ese Oeste que imagina Bilbao lo tiene todo: polvo, sed, violencia, tribus de caníbales y la sensación de estar tejiendo poco a poco una cosmogonía. Un espacio. ¿El de Dunbar? Y el de Bilbao, atrapado en las dudas de su personaje escritor, reflejado en la pantalla de ese ordenador al que el mismísimo pistolero se asoma. Esto, también inevitablemente, nos lleva a una segunda vía. Explorémosla.

Esa segunda vía arranca en EE.UU. con un matrimonio extranjero y un relato familiar que se fragua entre historietas, cartas y bagatelas. Me gusta pensar en la idea de simbiosis, en hasta qué punto nos afecta un paisaje, ya sean las ruinas de Pompeya o los lugares del antiguo salvaje Oeste. Cómo, de alguna manera, nos lleva a proyectarnos en sus historias, en sus personajes y cuitas. Y para un escritor eso es como decir que el afán por domar todo lo indescifrable del lugar se impone sobre el resto de cosas. Bilbao retoma ese relato familiar adaptándolo progresivamente a la intimidad de su Escritor. A un matrimonio en el que algo suena ha roto y a un entorno familiar que hace tiempo que explotó. Y lo interesante es que, sin casi darnos cuenta, convierte el entorno rural de Ribadesella o del País Vasco en una suerte de Monument Valley. Casi en un talismán para la novela, lugar a su manera mitológico en el que ha quedado, inevitablemente, inscrita su historia y la de su familia.

Nada lo plasma mejor que ese personaje secundario del exmarido que se dedica a pintar el silencio cósmico, convirtiendo los atributos del universo en un objeto artístico. Porque, ¿cómo explicar el papel que tiene la creación, la escritura, en Basilisco? Es el esqueleto y la argamasa, pero también algo así como un punto de llegada. Cuando empezamos su lectura, nos sorprende de Bilbao ese afán por contar, por narrar historias, que se reproduce en todo lo que toca. Pero, y ahí está lo importante, cuando terminamos la novela nos queda la impresión de que no es afán, sino necesidad. De identificación. De intimidad. De dar con las palabras adecuadas para describir ese tan vital que contiene una cosmogonía familiar, sobre lo que pivota una y otra vez el libro. Tratar de desentrañar la soledad del escritor y su escisión del plano familiar para, al mismo tiempo, comprender que es esto último lo que lo justifica todo. El lugar, la memoria, las presencias y las ausencias. Una biografía y una vida. Dicho así, me gusta pensar en Basilisco como una suerte de biografía inventada en la que su autor se parapeta tras la ficción para intentar atrapar esos fragmentos de realidad que tanto se resiste a entender. No hay palabras para colmar un vacío vital, o una separación que todavía no se ha consumado, pero es curioso observar cómo incluso así la ficción, el trabajo de escribir, nos proporciona un respaldo. Un asidero. Una imagen (o una alegoría) para explicar nuestras profundidades. Una cueva mítica en la historia de una expedición paleontológica o una cueva en el terreno de la casa familiar para explicar esa otra cueva ubicada entre el pecho y el estómago, entre todas esas terminaciones nerviosas y torbellinos de carne, sangre, huesos y secretos.

Probablemente, Basilisco sea la mejor novela de Jon Bilbao. La más ambiciosa y la que mejor representa esa persecución de su autor para atrapar la ficción. Su poder, su capacidad para evocar tantas cosas. No en vano, lo hermoso de este libro no es solo que se pueda leer de unas cuantas maneras, sino que siempre hay algo que resuena en sus páginas. Uno siempre tiene la sensación de escuchar al escritor tecleando, fabulando, valiéndose de la ficción para construir algo parecido a una realidad. Y ahí, inevitablemente, es donde empieza todo.


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