Me acuerdo, de Joe Brainard (Eterna cadencia) Traducción de Ariel Dilon | por Óscar Brox
Hace años que leí Me acuerdo, de Joe Brainard, a propósito de su edición a cargo de Sexto Piso. También leí la versión que escribió Georges Perec o el sumario de la Guerra de Irak que Eliot Weisberger formuló como si se tratase de una colección de recuerdos. Y ahora vuelvo de nuevo a Brainard en la edición que ha preparado Eterna Cadencia acompañada de una serie de autorretratos. De ricos matices que acaso sirven para ampliar todo lo que su autor vertió a lo largo de las 178 páginas que abarcaba su obra. Por mucho que esos autorretratos sean, más bien, ejemplos del trabajo de Brainard con formatos cercanos al collage, la poesía y la creación artística. Recortes de una vida construida con palabras. Con secretos y pequeños momentos banales e insignificantes que, paradójicamente, nos acercaban a la intimidad de su autor.
La habilidad de Brainard a la hora de elaborar un autorretrato estribaba en su capacidad para aceptar que este era forzosamente incompleto. Que su estilo, su escritura, lo dejaba abierto a una infinita sucesión de recuerdos, más o menos íntimos, que podrían añadir tal o cual detalle a su descripción. Una memoria más cercana de un día cualquiera en la vida de Brainard, una confesión sobre su sexualidad, una anécdota de la adolescencia… Quizá por eso, Me acuerdo sigue llamando la atención por su forma de cruzar lo irrelevante con lo íntimo, la descripción con la confesión, el celo con la libertad moral, consignando no solo las dificultades de llevar a cabo un retrato personal, sino también la manera en la que el propio autor avanzaba en su proceso de madurez. A medida que dejaba atrás las imágenes de su Tulsa natal para penetrar en el ambiente contracultural, pop y vanguardista, en el que el arte de la época se zambullía para elaborar sus creaciones.
Por eso, uno tiene la sensación de que tras la escritura, a ratos, naïf de Brainard se esconde un calculado juego con el lector. Una estrategia para desarmarnos ante sus confesiones a menudo descarnadas; ante la sinceridad con la que se inscribe como personaje de una América en pleno proceso de efervescencia vital. Cada vez que nos habla de sus preferencias sexuales en la cama, de su preocupación por un aspecto físico que no parece casar con el gusto de la época o cuando escribe sobre esos días que pasan sin que aparentemente se note su huella. Es posible que Brainard no busque tanto describir un momento irrepetible, sino reclamar nuestra fascinación por ese momento. Por todo lo que envolvía, como en su maravilloso retrato de Andy Warhol. Por lo que se dejaba atrás y, en especial, por cómo el paisaje familiar cambiaba en el transcurso del tiempo… algo que cualquier lector notará a través de la presencia de figuras en la órbita de Brainard como Pat y Ron Padget.
Brainard escribía con aparente ligereza, pero cabe preguntarse si ese no era un recurso para disfrazar la dificultad de atrapar una vida que permanecía en constante movimiento. Que carecía de la fijeza de la época del instituto o de la falta de recuerdos de la infancia; que cambiaba a cada poco, entre constantes transformaciones personales, mientras paulatinamente se hacían más presentes una serie de preocupaciones: el sexo, la edad, la creación artística o la muerte (y qué excelente ese pequeño texto en el que su autor la desdramatiza apelando, precisamente, a la ausencia de recuerdos que la sucederá).
En cierto modo, Me acuerdo fue, sobre todo a raíz de sus posteriores explotaciones, un artefacto literario concentrado en la imposibilidad de llevar a cabo el retrato personal total. Una obra de naturaleza fragmentaria, inacabable, en la que su autor trataba de abordar literariamente retazos de una vida en continuo movimiento. Pero un artefacto fascinante, capaz de situarnos cara a cara con nuestras contradicciones morales, con el difícil ejercicio de exponer públicamente nuestra identidad y la necesidad de dotar de relieve todo aquello que nuestro pasado se empeñaba en juzgar como insustancial. De ahí que, paradójicamente, la lectura de Brainard mantenga ese extraño encanto a cada nueva lectura. Su facilidad para trasladarnos un ejercicio de exhibicionismo literario, para invitarnos a horadar dogmas y prejuicios, mientras abordamos, siquiera con unos pocos detalles personales, la posibilidad de escribir nuestro propio retrato. De, en definitiva, conectar esa línea de puntos que atraviesa hasta el momento más insignificante de nuestra existencia cotidiana, para tratar de respondernos quiénes somos, en qué nos hemos convertido. Y qué es lo que recordamos de todo ese proceso.
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