Cosecha, de Jim Crace (Hoja de lata) Traducción de Pablo González-Nuevo | por Óscar Brox

Jim Crace | Cosecha

Una columna de humo dibuja en el cielo el incendio que se ha desatado en el palomar del pueblo. Como en la Roma de Nerón o en el Reichstag de Hitler, la lengua de fuego conducirá hacia una transformación política integral. Sombría. Destructiva. Dramática en tanto que borrará la tranquila existencia de una comunidad dedicada al cultivo y la cosecha. Anclada en una tradición, con sus ritmos y costumbres, plasmada en los surcos sobre la tierra y el trabajo en el granero. Habituada a la benevolencia de un amo que les ha proporcionado un sentido de la vida en los campos de trabajo. Un sentimiento de arraigo y pertenencia a la tierra. En definitiva, una identidad. Cosecha, de Jim Crace, narra el rápido proceso de descomposición de un lugar afianzado en una serie de leyes impotentes ante el avance de la Historia. De ese mundo rural, cerrado y endogámico, que sucumbe al ímpetu devorador de los elementos externos. Pero lo hace a través de la mirada de uno de sus habitantes; de sus titubeos y pensamientos interiores, del horror que parece atenazar sus pasos a medida que se reconoce en la soledad de una tierra abandonada. Vacía. Arrasada por los nuevos amos.

Situada en un tiempo indeterminado, decididamente más arcaico que cosmopolita, Cosecha arranca con el gran incendio y la llegada de unos forasteros al pueblo. Causa y efecto, y viceversa. O eso parece, ya que desde su posición de privilegio el narrador, Walter Thirsk, nos pone sobre aviso de la realidad de un pueblo al borde del precipicio. De la decadencia de un sistema estructurado en unos valores arcaicos, la vigilancia y el castigo ejemplar, cuya actualización consistirá en la destrucción masiva. Frente al amo Kent, duro pero todavía humano, el nuevo amo Jordan resulta una bestia sedienta de castigo y dolor. Un inquisidor que ve en las mujeres a una corte de brujas dedicadas a confabular en su contra, hechiceras que deben arder en el mismo fuego que han provocado; da igual si son adultas o apenas unas niñas. Quien comete un delito, lo paga con la picota, el fuego o la espada. No hay lugar para la afrenta o la reflexión, aquello solo está reservado para los que se mantienen con vida; para los que, como Walter, observan la destrucción del pueblo con una extraña confusión de sentimientos.

Crace escribe los pequeños detalles de esa vida rural con la precisión de un geógrafo y la pasión de un aparcero, dejando que los ritos y tradiciones dibujen un ecosistema agrario destinado a sucumbir ante el pastoreo y la ganadería. A contemplar cómo el fuego arrasa hectáreas de cosecha para, en su lugar, plantar terreno de pastos por los que marcharán tranquilas las ovejas. El Apocalipsis resulta inminente. O inevitable. La desintegración de la comunidad arranca con la muerte de Willowjack, la yegua del amo, y la caza de brujas que Jordan y sus esbirros emprenden para depurar responsabilidades. La caza que conduce a asesinatos, exilios forzados y destrucción. A través de los ojos de Walter, sin embargo, la realidad de ese lugar se evapora, se diluye, mientras su protagonista se deja llevar por los recuerdos de una esposa fallecida, la necesidad de sentir ese calor emocional olvidado y el terror con el que camina, dócilmente, de la mano de sus amos. Tratado de la naturaleza humana, Cosecha describe el juego de pasiones y debilidades, de violencia y dolor, con el que nos conducimos por la vida. La inestable combinación de elementos que detona en mitad de un conflicto; el exceso de hybris que rige nuestras acciones y la soledad inabarcable de la que intentamos huir.

La tela ensangrentada de un chal o el suelo embarrado junto a las viviendas son, en la escritura de Crace, objetos puramente poéticos. Figuras que apuntan ausencias o sensaciones al borde de la desaparición. Que anotan, desesperadamente, las necesidades humanas de sus protagonistas y las necias respuestas morales que elegimos cuando se produce una tragedia. El calor del cuerpo de la Sra. Goose, tan grosera y tiernamente explicado por las palabras de Walter; el refugio que sirve de cobijo contra la tormenta; o el sentimiento de arraigo a un hogar que nos ha acogido pese a las diferencias. En Cosecha, su protagonista deja que los acontecimientos avancen, a menudo siendo partícipe de ellos, quizá porque el miedo que paraliza su sentido común solo le permite escoger entre echarse en brazos de la melancolía o abandonarse a la violencia con la que los nuevos amos han destrozado el lugar al que antes llamaban hogar. De ahí que la mirada extrañada, en permanente conflicto, de Walter nos coloque en el espacio privilegiado del observar que contempla cómo se apaga definitivamente una vida, una manera de entender las cosas, un mundo y una edad del hombre.

Cosecha arranca con un incendio y concluye con otro aún más poderoso. En un paisaje derrotado y solitario, en el que ni siquiera quedan fantasmas, apenas unos cadáveres enterrados en el cagadero. Solo sensaciones fugaces, imágenes de una memoria que ya no encuentra en el lugar los sentimientos de antaño. Que solo en una última, y metafórica, siembra puede hallar la paz. La respuesta frente a tanta destrucción. El recuerdo de una tierra, del barro, la arcilla, las plantas, raíces, gusanos y mierda que han amamantado a la comunidad durante tantos años. De la que venimos y en la que, inevitablemente, acabaremos. Nuestra brújula, nuestro corazón y nuestros pulmones. Ese cuerpo que Jim Crace convierte en palabras, en aliento poético, en sentimientos, en la mirada de un personaje atontado por las dramáticas transformaciones de la Historia. Que solo puede dejarse llevar por unos y otros, por la violencia y por el terror, mientras las cosas familiares desaparecen. Todo cambia para convertirse en otra cosa. En otra humanidad. En otro tiempo. Al fin.   

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