El goce, de Jean-Luc Nancy y Adèle Van Reeth (Pasos perdidos) Traducción de Mercedes Noriega Bosch | por Óscar Brox
Empecemos por el final: gozar no se deja fácilmente ni pensar ni decir. Como señala Jean-Luc Nancy en los últimos pasajes de este texto breve, se trata de algo inestimable; es una manera de sentir la vida. Y aunque pocos filósofos hablan abiertamente del goce, la problemática en torno a este concepto, su sentido y también su historia, refleja las sucesivas modulaciones que ha experimentado la sociedad. El goce, por tanto, es un diálogo, el que emprende Nancy con Adèle Van Reeth, y una indagación; una investigación histórica y un intento por matizar un concepto cuya designación ha evolucionado con el tiempo, de lo sexuado a la culminación que de lo que llamamos consumo. ¿Cómo definir lo que nos hace gozar? El éxtasis, el estar afuera, el impulso. La tarea filosófica pasa por retrazar ese mapa que describe la insatisfacción por excelencia, el deseo de volver una y otra vez sobre ese placer necesariamente puntual que es el goce.
Tanto Nancy como Van Reeth coinciden en su pretensión de recuperar el goce como experiencia que actúa como un motor individual y colectivo, que unas veces fue glorificada y otras condenada. Ambos autores se plantean abordar de frente los problemas políticos que pone en escena. En definitiva, lo que da a entender el goce. Etimológicamente, el goce no tiene una relación preferente con la sexualidad; de hecho, durante mucho tiempo su sentido ha sido jurídico -una posesión, como señala Nancy, que legitima el uso total de aquello de lo que soy propietario. Sin embargo, si tiramos del hilo podemos observar cómo se ha desplazado el sentido hacia lo sexual y, últimamente, hacia la crítica a la sociedad de consumo. ¿Cómo definir el goce? En este punto, ambos autores observan los matices que ofrece el campo léxico del propio concepto, así como sus relaciones con manifestaciones diversas. Lo propio del goce es su constante renovación, tal y como apunta el goce estético a propósito de la creación artística. En el arte nunca se tiene bastante, de ahí que el hombre siga creando y gozando. El deseo no se extingue en una forma particular, sino que existe un deseo continuo de hacer surgir nuevas formas, de dar una naturaleza sensible a una nueva sensibilidad.
¿Es el goce la experiencia de una alteridad radical? Parte del diálogo entre Van Reeth y Nancy abarca esta cuestión. En principio, en la experiencia del goce hablamos de la disolución del sujeto; del éxtasis, del estar fuera de sí. Ambos autores echan de mano de diferentes lecturas para describir ese movimiento, bien sea desde la pulsión en Freud o desde el impulso en Heidegger, sin olvidar, pese a las reservas de Van Reeth, que el goce no es una experiencia de aislamiento en la que te encuentras solo contigo mismo. Al contrario, dice Nancy, pues el goce sería el espacio que le correspondería a un sentido -o una sensibilidad- común de esa naturaleza. En la relación sexual se crea un cuerpo ya no concebido como organismo sino como producción del deseo. Esta es la experiencia de la alteridad a la que conduce el goce. Los cuerpos se vuelven informes, lo que descarta la tentación de relacionar al goce con el erotismo o la pornografía. De hecho, para Nancy no son necesarias tantas elaboraciones teóricas si, en definitiva, identificamos el goce como el placer de sentir placer. Y el deseo con esa máxima de David Hume que afirma que la belleza de una persona proviene de su conciencia de saberse deseada.
La historia del goce, no obstante, tiene uno de sus puntos de cesura con el cristianismo. O, en vez de pausa, de condena. A partir de una pequeña reconstrucción temporal, Nancy explica cómo la condena de la carne es consecuencia de la desaparición de un mundo ordenado por presencias divinas y sagradas, en el que la sexualidad estaba muy codificada pero no era condenada. En ese sentido, el goce parece dividirse entre lo terrenal y lo espiritual, en una pugna en la que cada facción busca el mejor argumento para acabar con la otra. ¿Se puede condenar el goce? Si el goce puede nacer del dolor -como ilustra la literatura de Sade- y el mal puede estar en el origen del placer -como nos recuerda la Biblia con el pecado original-, la Iglesia y parte de la sociedad lo pueden condenar y prohibir. De ahí que ambos autores coincidan en la necesidad de pensar en el goce y en el dolor como fenómenos que conciernen a una sociedad en su conjunto.
Precisamente, la sociedad contemporánea es la última parada de este recorrido histórico, justo en el momento en el que el capitalismo introduce a los sujetos individuales en el circuito de un nuevo goce: ya no se trata de gozar del exceso, sino de la acumulación y la inversión. La biopolítica, término afín a Michel Foucault, ha introducido una serie de prácticas, proyectos y producciones que redibujan el mapa. Para Nancy, ese goce que propone el capitalismo ya no se puede llamar goce; lo confundimos con el beneficio y con la propiedad, es decir, ideas antagónicas de aquel disolverse, estar fuera, con el que ambos autores caracterizaban al goce. Por ello, el exceso se transforma en poseer la mayor cantidad posible.
¿Ya no se percibe la sociedad como un espacio ideal para el goce? ¿Hemos de hablar de un desinterés por el goce? Para Nancy, la adicción -el motor de las sociedades del capitalismo tardío- parece la señal de que nuestra relación con el goce se ha vuelto más destructora. En la que el goce creador de otro espacio está ausente. Precisamente por ese cambio, que emborrona parcialmente el deseo o la experiencia de la alteridad, resulta tan necesario este diálogo sobre el goce. Van Reeth y Nancy juegan con el concepto, rastrean su historia y sus numerosas declinaciones, buscan una manera de abordarlo para introducir el bisturí y cuestionar cómo se ha producido esa transición. No en vano, el goce habla del instante, de ese instante siempre fugitivo que nos atraviesa, que entra y sale. Y, aunque no se deja decir ni pensar tan fácilmente, resulta algo inestimable. De ahí la importancia de este pequeño pero enriquecedor texto: rescata una manera de sentir la propia vida.