El Potomak, de Jean Cocteau (Cabaret Voltaire) | por Juan Jiménez García

HLibrosasta El Potomak, Jean Cocteau había sido un poeta. A partir de él sería un escritor. Es más, El Potomak no deja de ser la búsqueda de ese escritor, o de sí mismo como escritor, como poco más tarde El libro blanco (también editado por Cabaret Voltaire) no dejará de ser la búsqueda de sí mismo como persona.

Cuando escribe El Potomak, Cocteau tiene treinta años. Hace diez años que escribe poesía, una poesía al gusto de su tiempo (parnasiano y simbolista), que le consigue la fama, pero está lejos de conseguirle una satisfacción más allá de esos salones literarios. En él, empieza a surgir la necesidad de rebelarse, de cambiar. También, en cierto modo, es el aire de los tiempos. En el París de Apollinaire, Jarry o Picasso, había espacio un poco para todo, y también, seguramente, para intentar ser lo que uno quiere ser. Así, El Potomak es precisamente la descripción de esa ruptura: Cocteau reivindica la soledad del poeta, y también su estado de rebelión. Para ello se pega en cierta manera a Alfred Jarry. Quizás no sea más que una impresión no demasiado fundamentada, pero la sombra del extravagante autor francés es larga, y él mismo y su Ubu no dejan de impregnar las páginas de esta primera obra no poética de Cocteau (¿no poética?), pese a que ambos ya llevaban su tiempo por el mundo de las letras francesas. Porque hay que decir que El Potomak no es tan solo un texto fragmentado sobre impresiones que anuncian un cambio, o la historia de un ser (el Potomak) misterioso, sino también una primera obra gráfica (que podría incluso llevar a considerar la obra como una novela gráfica), alrededor de unos personajes, los Eugènes, devoradores de mundos antiguos (representados por los Mortimer), en los que misteriosamente, se adivinan ecos (encuadres, desplazamientos en las escenas) que podrían incluso llevarnos a intuir un Cocteau director de cine.

Es complicado hablar de este libro (o muy fácil). Es complicado hacerlo en pocas líneas porque su complejidad, sus ambiciones, van más allá (la búsqueda del escritor de su lugar natural). También no deja de ser innecesario, porque precisamente su traductora, Monserrat Morales Peco, cierra el libro con un magnífico y revelador epílogo (que viene a completar sus anteriores textos y traducciones para el resto de obras de Cocteau publicadas por Cabaret Voltaire). O porque además, el propio Jean Cocteau se explica (o nos explica todo lo que rodeó el libro), a través de un revelador prólogo. Frente a su intensidad visual de decenas de páginas (que incluye El álbum de los Eugènes de la guerra, que el escritor descartó o desmembró de la obra original), se despliega del mismo modo una intensidad narrativa y, también, una intensidad de las ideas, de los deseos, para los que emplea todo tipo de recursos. Frente a eso, solo queda enfrentarnos a ese poeta redimido que dedica su obra a Igor Stravinsky, a ese poeta que renace desde la renuncia, y para el que a partir de ahí, solo quedará un camino: buscar para avanzar, para dejar atrás.


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