Durante casi dos décadas, la editorial Pre-Textos se ha entregado a la tarea de publicar la obra de Jean Améry, desde el marco que comprende su experiencia como víctima del Holocausto pasando, asimismo, por esos pequeños apéndices literarios que enriquecen la personalidad intelectual de Améry. Si a propósito de Los náufragos, una primera novela rescatada a partir de un original tipografiado de 400 páginas, hablamos de las incipientes huellas del estilo de Améry, veladas por cierto aire biográfico, Charles Bovary, médico rural, supone un cruce entre el ensayo filosófico y el relato literario. Una mirada, acaso, a los márgenes de la obra de Gustave Flaubert mediante la cual el autor de Más allá de la culpa y la expiación regresa a uno de sus temas centrales: la tentativa de rehabilitación de la víctima.
Frente a la Bovary que se convirtió en emblema de un momento de la literatura francesa, Améry se detiene sobre la figura ridiculizada de Charles, el marido. El personaje secundario, oculto en su miseria pequeñoburguesa, al que Flaubert nunca destaca mientras teje el relato de su protagonista. El olvidado. El derrotado. La mácula que Améry observa en las pretensiones realistas del autor de Salambó. El alma afín a las cuitas filosóficas del ensayista austriaco, en definitiva, que identifica en el tormento del médico rural viudo las raíces victimarias que, en otro nivel y contexto, arrastra Améry como parte del legado de la experiencia del Holocausto.
Lo peculiar del acercamiento de Améry al texto de Flaubert radica en esa técnica mixta del ensayo y la ficción, de la reflexión filosófica acompañada del ejercicio narrativo. En este sentido, el autor interviene sobre el texto de Madame Bovary de manera que la figura secundaria del marido pase a un primer plano. Por compasión, por comprensión, por mor del interés de Améry por aportar argumentos para construir el estatuto de víctima. Para entender las ramificaciones de ese proceso psicológico, del desarraigo con un mundo y una sociedad (la rural, la cosmopolita, la pequeñoburguesa) que niega un lugar en su seno a Bovary para marginarlo como ese personaje desdichado, sin voz, testigo mudo de los sufrimientos de su atribulada esposa. Eclipsado por esos dos hombres con los que vivirá sendos romances, ridiculizado por el insignificante espacio que ocupa dentro del escalafón social, por sus modos y maneras.
Améry se introduce en la novela de Flaubert, en efecto, pero juega a conveniencia de modo que también pueda juzgarla desde fuera, como un severo crítico cultural dispuesto a señalar la pereza psicologista de Flaubert a la hora de reconocer sus reparos con la pequeña burguesía, la soberbia con la que despacha la vida de ese insignificante médico rural y, por así decirlo, la traición al realismo literario a la que le conduce su animadversión por las desventuras del pobre Bovary. Charbovary, Charbovary, como tantas veces pronuncia para ponerle en evidencia frente a la estirada corte de personajes secundarios que desnudan sus flaquezas. Una corte, un autor, contra el que Améry llevará a cabo su personal j’accuse.
Decíamos que Charles Bovary, médico rural podría entenderse como un apéndice en la producción intelectual de Améry, pero eso sería obviar la finura con la que su autor inserta la mayoría de sus preocupaciones sobre el texto flaubertiano. Hablábamos de la cuestión sobre el estatuto de la víctima, pero no debemos olvidar la importancia que Améry otorga a la separación radical entre la vida rural, bucólica y pequeño burguesa de Bovary, opuesta al incipiente cosmopolitismo, precario y engañoso, cuyos encantos arrastran a Emma en dairección a la ciudad. Cuyas frustraciones abarcan también a Charles, en tanto que, como a tantos personajes de Améry, lo deslizan progresivamente hacia los márgenes del relato (como el Althager de Los náufragos), relegándole a la resignación ante el lugar que le ha concedido la ficción.
Por ello, el j’accuse final con el que Améry concluye su relato, en el que Bovary fantasea con el imposible envenenamiento de aquellos que le fastidiaron el matrimonio con Emma, nos devuelve la mirada amarga de su autor hacia una realidad que ha hecho de los que son como Bovary aquello que Günther Anders denominó hombres sin mundo. O náufragos. O víctimas cuyos coléricos arrebatos no modifican un ápice su posición sobre el tablero. Solo, acaso, despiertan un rasgo de melancolía, un poco de conmiseración con aquel que ha pasado por unas circunstancias parecidas. De ahí que la de Améry tenga una conclusión similar a la que plantease Flaubert. Si aquel acabaría identificándose con su heroína, el autor de Levantar la mano sobre uno mismo acabará diciendo algo parecido: Charles Bovary, c’est moi!
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