La maravillosa O, de James Thurber (Ático de los libros) | por Óscar Brox
A propósito del Oulipo, el taller de literatura potencial fundado por Raymond Queneau y François Le Lionnais en 1960, decía uno de sus integrantes que era como un laberinto de palabras, sonidos, frases o párrafos. Un cruce entre la técnica y la emoción, donde la pasión por las combinaciones literarias no era menos importante que la alegría de vivir. A finales de los 50, al otro lado del Atlántico, James Thurber apuraba los pocos años de vida que le quedaban -moriría en 1961- con pequeños relatos con moraleja. Quién sabe si Queneau lo tuvo entre sus lecturas, profusamente documentadas, o si Georges Perec pensó en él cuando abordó la redacción de El secuestro… de una letra. En realidad, este preámbulo no busca tanto unir los caminos de ambos escritores como, en cambio, advertir la importancia de su pasión por juntar la composición con la felicidad de leer. O cómo La maravillosa O, publicada por Ático de los libros, supone una formidable manera de sentir esa alegría a borbotones que desprende el ingenio, creativo y moral, de James Thurber.
La maravillosa O arranca en territorio pirata, con un mapa del tesoro y un barco dispuesto a echarse a la mar a la aventura. El destino es una isla llamada Ooroo, pequeño paraíso civilizado al que arriban los piratas. Su líder, Black, arrastra un trauma con la letra o desde que su madre quedó atascada en un ojo de buey y terminó cayendo por la borda. Un odio, infantil y chabacano, que despierta en el pirata una ambición destructora: durante el tiempo que permanezcan en la isla, nadie podrá utilizar cualquier palabra que contenga esa letra y, además, toda cosa que contenga una o será automáticamente desterrada del lugar. La proclama de Black tiene una aplicación inmediata, pues el grupo de piratas se dedica a elaborar un censo de palabras que a partir de ese momento serán modificadas; he ahí el nombre de la isla, ahora un r huérfana en la boca de los isleños.
Con la maestría del lenguaje, Thurber transforma su cuento en una deliciosa aventura entre la filología y la poesía, entre la lección moral y el disparate encantador. La eliminación, pues, reconstruye el lenguaje de tal manera que alumbra barbaridades compuestas por sílabas atropelladas, consonantes que se pierden en el silencio de la vocal y nombres alterados sin sentido ni referencia. Los lugareños huyen al bosque en señal de rebelión ante ese intento de dominación a través del arma más potente: las palabras. Y la moraleja es que siempre hay en el uso del lenguaje un antídoto contra la perversión. No en vano, el poeta de la isla, Andreus, es quien se erige como uno de los líderes de la rebelión, precisamente aquel que más puede sufrir la carencia de una vocal en su rutina. Porque, como dice uno de los isleños, no se puede consentir que el cacao se convierta en caca, el odio en di o el gorro en grr. Hace falta encontrar esa palabra inquebrantable, incapaz de sucumbir al poder -perdón, al pder-, con la que vencer a Black y sus secuaces.
Si no fuese porque no contiene la o, todos estaríamos tentados a señalar que es la fantasía aquello que nadie sabe cómo expropiar. En su afán por destruirlo todo, Black destierra a criaturas como el Todal -quien haya leído Los 13 relojes conocerá su historia- y a toda clase de animales. La única o que importa es la de las joyas que promete el mapa. Pero, ay, nos dice Thurber, el lenguaje es tan vasto y rico que no se olvida que al lince también le llaman gato montés y al puma león de montaña. Y que la avaricia humana también se conoce como derrota. Por eso, arrinconados por ese enjambre de animales y lugareños, de personajes inventados (Mamá Oca, Don Pepito y Don José), de constelaciones y monstruos marinos, los piratas abren las cajas y encuentran el único tesoro que no pueden poseer: la victoria. La única palabra inquebrantable ante los enemigos. De qué manera tan bella hila Thurber cada tramo del cuento, acompañado por las tiernas ilustraciones de Marc Simont, entre la risa por el atropello lingüístico y el ingenio que describe la aventura.
Peter Strawson señaló que el lenguaje daba cuenta del mundo porque, en el fondo, su estructura se corresponde. De forma traviesa, James Thurber construye una lección moral a partir de este principio, donde el laberinto de las palabras describe el entuerto en el que se halla nuestro mundo. Tan preciso y profundo como un cortometraje animado de Chuck Jones; tan hermoso y poético como una creación del Oulipo. La maravillosa O no es otra que la cabe en obra maestra, esa que tan modestamente cultivó el autor norteamericano en sus relatos, que tan felices nos hace descubrir y que tanto placer reporta al lector. Aunque el libro no empiece con érase una vez y tampoco vindique la fantasía como elemento diferencial, creedme, es el mejor billete posible para descubrir otro mundo, el que entretejen el lenguaje y la alegría, el laberinto y el ingenio.
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