Joyce en París o el arte de vender el Ulises, Varios autores (Gallo Nero) | por Juan Jiménez García
¿Quién se ha leído el Ulises? ¡Quién! Tal vez esta sea la primera de un montón de preguntas que se podrían hacer alrededor de este libro mítico, por tantas razones, de la literatura universal. Un buen puñado de gente responderá afirmativamente (yo también), pero a la, quizás, última pregunta (¿quién ha comprendido el Ulises?), el número se reducirá dramáticamente (yo también). Joyce, que se enfurecía ante la propuesta de dar alguna explicación sobre su obra, la más mínima indicación para facilitar la inmersión en ella, acabó por entenderlo. Un poco, al menos. Y el libro que nos trae ahora Gallo Nero, Joyce en París o el arte de vender el Ulises, podría ser considerado como eso: un viaje a través de la dificultar de ser uno mismo y, además, vender. O bien: los artistas también comen. ¡Incluso James Joyce!
Vayamos por partes. Joyce está en París. Este irlandés errante parece haber llegado a su ciudad ideal (solo la guerra, la nueva guerra, lo sacará de ahí). Ulises, prohibido por obsceno en Estados Unidos e Inglaterra, ha sido publicado en una azulada edición por Sylvia Plath y su mítica librería Shakespeare and Co., y traducido al francés y será editado en ese idioma por Adrienne Monnier y su no menos mítica librería La maison des amis des livres. Mientras, su Work in progress (título inicial de Finnegans Wake) avanza, y promete ser aún más intratable que su predecesor. No es lo único que progresa: también lo hacen los problemas del escritor con su vista, maltratada por innumerables operaciones que quieren poner fin a innumerables enfermedades. El París de aquellos años, que tenía aún algo de pueblecito de provincias, se despereza, entre una catástrofe y otra, y los escritores se van dejando caer por aquellas librerías y la rue de l’Odeon, que guardaban cada una desde un extremo. En un entusiasmado prólogo, Simone de Beauvoir rememora aquellos años y nos coloca en aquella época con la que alguna vez soñamos. Y en aquellos años, se encuentran con las fotografías de una tal Gisèle Freund.
Gisèle Freund acaba de terminar sus estudios, que poco tenían que ver con la fotografía, aquello que acabaría por convertirse en su oficio. Eso no le impide que sea a ella a quien se encargue una serie de retratos de James Joyce, idea que precisamente no apasionaba al escritor irlandés, nada dado a la vida mundana. Pero, después de todo, se trataba de promocionar su obra y que, con ello, Ulises vendiera algo más entre todas sus dificultades como libro, que no eran pocas. Así, la fotógrafa nos proporcionará un puñado de imágenes inolvidables del escritor, visto como uno más de nosotros, en poses de lo más naturales: conversando en su sillón, tocando el piano, meditando, con su familia,… Y ya, superando sus miedos más profundos, incluso logró hacerle unas fotografías en color, para la portada de Time. El relato de aquella aventura es el delicioso Fotografiar a Joyce, escrito tres décadas después por Freund, el cual enlaza, en cierto modo, con James Joyce: sus últimos años en París, de V. B. Carleton.
Sus últimos años…, nos devuelve a ese periodo importante de su vida, en el que tras llegar de Trieste va a parar, gracias a los amigos, a París, donde encuentra una estabilidad que nunca pudo tener. Allí se adentra en amplios círculos literarios llenos de escritores que se movían alrededor de aquellas dos librerías, la de Plath y la de Monnier, y empieza a recoger un cierto reconocimiento, lo cual lleva a la traducción francesa del Ulises, que se hizo contando con su imprescindible colaboración. Sin embargo, el escritor no era alguien muy propenso a los círculos literarios, encerrándose más y más en sí mismo, su familia y su enfermedad, mientras iba surgiendo Finnengans Wake, libro que aparecería en 1939, significativo año. Tras ello, solo le quedará de nuevo la huida, enredado en innumerables trámites, y la muerte en aquella Suiza en la que se había vuelto a refugiar.
Todos estos textos, que podrían ser Joyce en París, nos llevan hasta los Estados Unidos, y lo que sería el arte de vender el Ulises. Catherine Turner realiza un apasionante recorrido sobre la suerte del libro en aquel país que, recordemos, lo había prohibido por inmoral (aquellos pensamientos demasiado descarnados del señor Leopold Bloom). El libro pasaba al país escondido en maletas, y se daba la paradoja de que todos los críticos escribían sobre él sin que realmente sus lectores pudieran leerlo. Algunas revistas se atrevieron en mayor o menor medida, buscando un nombre entre la vanguardia o, simplemente, un halo respetuoso (aunque eso incluyera piratear el libro y que Joyce no viera ni un céntimo, para su desesperación). Hubo que esperar al año 1932 (es decir, una década después de su aparición) para que Bennett Cerf y su emergente Random House (que hasta ese momento se dedicaba a las reediciones) decidiera jugárselo todo a la carta de Joyce, ofreciéndole un jugoso contrato (que ablandó el corazón del irlandés) y terminando con las dubitaciones de un buen puñado de editores. Superado el juicio para terminar con la prohibición de editarlo en aquel país, Cerf comenzó una estudiada e inspirada campaña de marketing que abarcaba todos los aspectos: desde el libro como objeto físico hasta convencer a sus reticentes lectores de que la obra, aun con su aura de cripticismo y dificultades múltiples que los críticos le habían achacado, era legible. El resultado fue convertirlo en un superventas y, seguramente, en el libro más vendido y menos leído de la historia de la literatura.
Joyce en París o el arte de vender el Ulises, puede (debe) ser leído como una absorbente novela de aventuras, protagonizada por un libro y un tipo huraño. También de la dificultad de ser Joyce y la de ser el Ulises. Quizás el final feliz no sea que el libro vendió más de cincuenta mil ejemplares en no mucho tiempo, sino el pensar que hubo tanta y tanta gente dispuesta a encontrarle un lugar al sol, en un mundo antiguo. El triste es que con todo ello, también empezaba a acabar ese época, en la que te todo parecía posible si así se quería, incluso vender un libro invendible.