Carta de las islas Baladar, de Jacques Prévert, André François (Kalandraka) | por Juan Jiménez García
Quizás la alegría de vivir necesite de una cierta ingenuidad. Bueno, tal vez solo sea una cierta inocencia. En todo caso hace falta la poesía, esa cosa que crece entre las páginas de los libros, que trepa sobre el blanco del papel, que lo llena todo de sentimientos, de sensaciones, de tinta negra. Jacques Prévert lo sabía. ¡Y tanto! Y también que la poesía está un poco por todos lados, un poco en todas las cosas. En la cosas bellas, pero también en las tristes. En lo extraordinario, pero también en lo ordinario. En lo abstracto como en lo concreto. Y como lo sabía muy bien, dedicó su vida a ello.
Jacques Prévert no es seguramente el más afortunado de los escritores franceses en nuestro país. Quién sabe, igual pertenece a un mundo que nunca habitamos. Mientras él hablaba de islas en permanente estado de ensoñación, nosotros habitábamos (y habitamos) en ese Gran Continente, en esa ciudad llamada Mata-Mata-Pavo-Pavo, de guerras y capitalismo salvaje. Él, como ese Cuatromanos Alaobra, mono barrendero, como no tiene nada que hacer en ese mundo, sueña. Y sus sueños son tan bellos, es decir, tan justos… La Carta de las islas Baladar, que ahora nos trae tan maravillosamente Kalandraka con su Factoría K de libros, es eso, el sueño de una tarde de primavera, ilustrado por un niño mayor llamado André François. O: un mundo que surge, mientras «paseamos de un lado para otro sin un fin determinado». Como esas islas inquietas, que vagan por el mar.
Contemos: en las islas Baladar hay una que se llama Sin La Menor Importancia o la Islita del Tres al Cuarto. Sus habitantes son felices y nadie parece haber reparado en ellos, puesto que después de todo, no tienen nada especialmente interesante. Solo que son felices. Los días transcurren plácidamente. De vez en cuando, los días de mal tiempo, cazan alces para que jueguen con los niños (y luego soltarlos) o bien se dedican a pescar atunes. El mundo exterior no es que les interese mucho y el loro portador de periódicos viejos no es que tenga mucho éxito (las noticias ya sabemos que no son nuevas ni viejas, sino siempre las mismas). Entre sus habitantes, el mono Cuatromanos Alaobra, llegado de alguna otra parte, saca brillo a las cosas, mientras sueña sueños sencillos de simio: «que todo sería siempre parecido, tan simple y sincero, tan hermoso y tan nuevo como siempre había sido». Y todo está bien, pero, oh, esa islita tiene otra cosa. Algo que a ellos les sirve de poco, pero a los demás… Ese algo es el oro. Así, sus vecinos del Gran Continente, que se dedican a matar pavos y acumular riquezas (unos pocos, claro… ya nos entendemos), descubren que las cosas, en ese lugar tan poco interesante, están hechas de oro. Y entonces, construyen un puente para llegar hasta él, y envían a una linda representación de los mejores explotadores (ejem, algo así como el ejército, la policía y los empresarios), a dar buena cuenta de él. Y, colorín colorado, el resto deberá ser leído por cada cual.
Quien no conoce la obra de Prévert (tanto la escritura literaria como la escritura cinematográfica, pasando por las canciones, etcétera) no sabe lo que es la poesía de vivir, la alegría de vivir. Eso no quiere decir que no haya nada triste, y que todo sea luminoso y brillante, sino que desde una cierta inocencia, a ratos infantil a ratos no tanto. La vida, como la mostraba el cine que abrieron aquellos habitantes de una isla de Baladar, «a veces era bueno, a veces era triste, a veces divertido», pero siempre bella. No es ni tan siquiera una cuestión de qué miramos, sino de cómo miramos, como si la belleza de las cosas no residiera en ellas mismas, sino en uno mismo, en nuestra manera de ver, en nuestra manera de contar.
Tal vez ese mundo de Prévert desapareció con él, y quizás a nosotros, nos tememos, solo nos quede soñar, como Cuatromanos, «con un mundo como el de antes o como el de después, pero, en todo caso bastante mejor que el de ahora».