Laberinto de hierba, de Izumi Kyōka (Satori) Traducción de Iván Díaz Sancho | por Juan Jiménez García

Izumi Kyōka | Laberinto de hierba

A Izumi Kyōka lo podemos conocer en nuestro país por diversas circunstancias. La más lógica sería haber leído alguno de los otros libros suyos publicados por Satori: El santo del monte Koya y otros relatos y Sobre el dragón del abismo. Otra, más atrevida, sería por la adaptación al cine que hizo, precisamente de Laberinto de hierba, Shûji Terayama. Quienes hayan llegado por este segundo camino deberían aplicarle un filtro corrector para rebajarle el tono psicodélico de teatro de vanguardia que le aplicó su director, pero, en el fondo, encontraremos esta historia de fantasmas (con más ropa). De fantasmas y obsesiones. Y, desde luego y por encima de incluso todo esto, nos encontraremos con un clásico de la literatura japonesa que debería ser mucho más conocido de lo que lo es y, sobre todo, disfrutado.

Kojiro es un monje que vaga por esos caminos y que, en ese vagar, llega hasta el Gran Despeñadero, junto al mar. Allí se encuentra con una vieja que tiene un puestecito en el que también sirve té. Y allí conoce la historia que rodea al lugar, desde la locura de Kakichi, el granuja del pueblo de Akiya. Tras ella, se esconde un drama familiar. El drama de los Tsuruya , alrededor de su hijo, su mujer y su amante. La mansión quedará abandonada y ocupada por los fantasmas. La mansión y los caminos.

Hasta allí llega Akira Hagoshi, un joven que va siguiendo el rastro de una canción infantil que le cantaba su madre, ya muerta. Una canción que oyó en su día y que no logra recordar. Desde entonces busca y busca, sin resultado, la letra de la misma. Hasta que llega a Akiya y a la Puerta Negra, que así es como se llamaba aquella mansión caída en desgracia. Allí se empezarán a unir los destinos de todos, vivos y muertos, en una lucha por quebrar la inocencia y la persistencia de Akira, que es mucha.

Siguiendo el revelador prólogo de Iván Díaz Sancho (esos prólogos de las ediciones de Satori son una obra aparte, imprescindibles), el personaje de ese muchacho en búsqueda de una letra no deja de remitirnos a la madre, uno de los puntos recurrentes de la obra de Izumi Kyōka. El escritor no deja de volver una y otra vez sobre el pasado para poder construir los enigmas del presente y cómo ese pasado condiciona las vidas de los otros. Una vida en la que esa oposición de vivos y muertos no deja de ser una dualidad más en un mundo lleno de ellas.

Izumi Kyōka no solo escribe un absorbente relato de fantasmas, una tela de araña en la que caemos atrapados y de la que no nos deja salir hasta el final, sino que además lo impregna todo con un cierto humor, con unos personajes enfrentados a sus temores, encabezados por el viejo Saihachi, ocasional mercader de la familia Tsuruya y mercachifle de todos los demás, lo cual le otorga un lugar privilegiado para transitar entre vivos y fantasmas, para celebrar esa ceremonia de la confusión.

Laberinto de hierba es un clásico. Tiene su persistencia, ese agradable gusto que nos deja, su ligereza aun en una historia complicada, esos personajes entrañables. Es un clásico por que su autor lo es, porque Izumi Kyōka lo es. Y es un clásico porque un clásico siempre nos interroga sobre algo, tal vez sobre nosotros mismos, sobre nuestras pesadillas y nuestros miedos pero también sobre aquello que buscamos, aquello que esperamos.

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