Mil mamíferos ciegos (Dos Bigotes) | por Dara Scully
Escucha: un rumor de bosque. En la espesura el animal acecha. Un animal pequeño, dormido: manos tiernas de muchacho. Come hojas, bebe de los manantiales. Desea con el ardor de quien ha perdido aquello que ama por encima de todas las cosas. Desea y le sube la fiebre, tiembla, nada es suficiente en la maleza.
Pronunciamos su nombre: Yago. El animal se llama Yago. El animal es un muchacho que ha escapado del mundo. Talla un árbol y murmura. Escribe cartas que sobrevuelan el horizonte, líneas delgadas con una voz que apremia. Amor, ¿dónde estás? Ven a buscarme. En este bosque el alimento se multiplica. Sólo se escucha a los roedores. A las ardillas que se columpian en los árboles. Amor, te estoy esperando. ¿Acaso no me escuchas? ¿No notas el tacto abrupto de mis dedos? Mira, tallo un abrazo que nos contenga. He venido aquí para esperarte. Tiemblo.
Pero el amor tampoco es suficiente. Santi pinta sus demonios. Eva toma distancia, lo observa, renuncia. La casa se resquebraja. El afecto se resquebraja. Su sexo acusa un vacío que se desploma, un peso muerto. En la ciudad los sonidos adquieren otras proporciones, se solapan, devoran el correteo de la ardilla, la navaja que talla, el arroyo que se desliza sobre las piedras pulidas. Y, sin embargo, ahí está, el lazo. Un hilo tendido, frágil, blanco. Un deseo soterrado. El grito de tres criaturas animales, dos hombres y una mujer, tres anhelos incapaces de encontrarse. Porque Eva tiende sus manos, pero Santi no puede cogerlas. Su placer procede de otro mundo, y Eva experimenta el vacío, el hambre; no puede soportarlo. Por qué no amas aquello que soy. Por qué mutilas mi cuerpo. Mis pies, pequeños, dóciles, han sido entregados a tu placer. Pero yo quiero darte mi cuerpo. ¿Por qué no lo quieres, Santi? ¿Por qué mi voz se empequeñece?
Los tres esperan la luz. En el bosque, Yago se pone en marcha. Salgo a tu encuentro, espera. Camina para aniquilar el frío. Para encontrar esa luz parpadeante. Pero la ceguera se interpone: el mundo, hostil, inmenso, empuja a Yago hacia los bordes. ¿Qué hay en tu cabeza, Yago? También nosotros nos lo preguntamos, y seguimos así su rastro, un sendero hermoso y triste, una voz que nos acecha con su delicadeza. No podemos evitarlo: en la ciudad, Eva y Santi quedan enterrados. Deseamos a Yago, su violencia pequeña, su andar de niño, sus ojos pálidos de niebla. Porque es en Yago donde la novela crece, es ahí donde queremos estar, a quien queremos proteger de la ruina. Ven, Yago, yo te daré cobijo. Pero tampoco la ternura basta. Y el deseo lo anima, lo sacude, ese deseo de Santi multiplicado, invicto, devorador: un deseo que aniquila. Que se lo lleva todo, lo barre todo: un hombre muerto a las espaldas.
En ‘Mil mamíferos ciegos’ dos historias caminan paralelas. En ambas el placer palpita, el amor palpita, el deseo enferma y se abre paso. ¿Cuántas formas de amar existen? ¿Puede Yago amar a Santi? ¿Puede Eva tolerar su sexo vacío, sus pies queridos, la rareza de ese hombre que pinta cuadros? ¿Puede Santi amar a Eva sin Yago? ¿Puede existir el animal sin una mano que acaricie su lomo? Ojalá obtengamos las respuestas. Las palabras, de una belleza poética y primaria, nos tienden sus pequeños hilos. Tal vez no lleguen a respondernos. Tal vez, al final, sólo nos quede la huida. Pero por el camino habremos aprendido una cosa: la respiración valiente del mamífero.
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